Es evidente que ni todos los jóvenes son violentos, ni toda
la violencia que existe en la sociedad es protagonizada por
jóvenes. Ahora bien, resulta cierto que la violencia aumenta
de forma lenta e ininterrumpida entre los jóvenes y que esto
se expresa no solo por los numerosos sucesos sino por su creciente
aceptación como forma de encarar conflictos y problemas. Pero,
¿qué tiene en común la violencia ultra de los campos de fútbol,
con el vandalismo urbano, con el matonismo escolar, con las
reyertas de los fines de semana, con los borrokas y los cabezas
rapadas, o con aquellos depredadores que quitan a alguien
de en medio?. Pues que a todos les fascina la violencia, además
de carecer de empatía, no valorar la dignidad y la integridad
del prójimo, cuando no, despreciar sin más el valor de la
vida.
Cuando un joven bárbaro es capaz de matar a sus padres y hermana
con una katana, unas menores muy crueles de degollar a su
amiga o unos depredadores adolescentes apuñalar hasta destrozar
a una anciana, cuando un grupo de bakalas revienta el cráneo
a otro joven, unos ultras fanáticos apuñalan en el corazón
a un aficionado, unos borrokas queman vivo a un policía, unos
jóvenes neonazis cosen a navajazos a un mendigo o unos adolescentes
racistas patean hasta morir a un inmigrante. Cuando todo esto
sucede en escenarios de lo más diverso, podemos aseverar sin
equivocarnos que la sociedad está enferma y que nadie aplica
antídotos adecuados contra el virus de la violencia.
Es verdad que hay que precisar que los jóvenes violentos son
minoría, aunque su capacidad de destrozar la convivencia no
se mide precisamente por el número de violentos que albergamos
en el país, sino por el alcance y brutalidad de sus acciones
que pueden hacer quebrar la confianza entre ciudadanos y el
respeto a la democracia. Pero también es cierto que nadie
nace violento y que estas conductas se desarrollan por aprendizaje
y hábitat favorables y deberíamos preguntarnos en consecuencia,
por la contribución de las industrias audiovisuales que usan
la violencia como eje, por aquellos políticos que legitiman
su uso, por aquellos ambientes futbolísticos que favorecen
la épica de la violencia, por el abandono del ocio a un mercado
que en las noches de fin de semana se vuelve salvaje, y en
general por el desconcierto ético del todo vale donde la subcultura
de la violencia juega con ventaja pues al final solo vale
quien tiene dinero, fuerza y poder, entonces la violencia
es un recurso para todo ello.
No obstante quedaríamos cortos en el análisis si solo señalamos
las condiciones de cultivo de la violencia y olvidamos las
responsabilidades por omisión, falta de tratamiento o abdicación
de quienes tienen la obligación profesional e institucional
de encarar el problema, porque ni que decir tiene que moral
y socialmente la tenemos todos. Cuando un Estado democrático
tiene leyes ineficaces con el delito violento, cuando las
víctimas son mal atendidas y olvidadas, cuando sus operadores
jurídicos, son desbordados por la realidad, cuando no existen
políticas preventivas de la violencia, cuando fracasa la educación
y la familia, cuando vemos que aumenta inexorablemente el
deterioro, gobierne la izquierda o gobierne la derecha, sea
un ayuntamiento, una comunidad autónoma o el Gobierno, entonces
es que los gestores institucionales no se plantean el problema
y ocultan su abdicación con el consiguiente daño, incalculable,
al sistema democrático que entre todos nos hemos dado.
Siempre la violencia, ha tenido como aliados el anonimato,
la indiferencia social, la impunidad de sus acciones y el
olvido de la víctima , si queremos erradicar estas conductas
las instituciones deberían comenzar por plantarse seriamente
estos objetivos. De no hacerlo nadie podrá evitar que señalemos
su grave corresponsabilidad.
Esteban Ibarra.
Presidente del Movimiento contra la Intolerancia
|