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España no se encuentra aislada en el mundo. Lo que muchos presentan como una jugada personalista de Garzón, calificado en estas mismas páginas de "juez campeador", se inserta en una larga marcha iniciada en 1945 para calificar y sancionar adecuadamente lo que hasta entonces fueron, en palabras de Churchill, "crímenes sin nombre". Hace poco el Tribunal Supremo de Italia ha dado el aldabonazo de condenar a Alemania a pagar una indemnización económica por la matanza cometida en 1944 por los soldados germanos en tres pueblecillos toscanos. Un antecedente que abre la puerta a una cascada futura de indemnizaciones. El transcurso del tiempo no ha borrado esos crímenes, ni en Francia los de Klaus Barbie y Papon, verdugo nazi uno y colaborador con el genocidio el otro.
Lo cierto es que no fue fácil desde un principio lograr el encaje de tales crímenes en el ordenamiento jurídico. Desde un primer momento, surgió el obstáculo de que forjar un nuevo tipo de delito, el correspondiente a la acción hitleriana contra judíos y pueblos sometidos en Europa del Este, suponía quebrantar ante todo el principio de que la norma no debe ser aplicada retroactivamente, así como de modo complementario en décadas posteriores la exigencia de prescripción.
Lo primero, la no retroactividad, es una clave en la argumentación del recurso del fiscal Zaragoza contra el auto del juez Garzón. No sería posible aplicar una norma promulgada con posterioridad al delito que viene a sancionar. Claro que de este modo los crímenes peores de los nazis, el Holocausto en primer término, nunca hubiera podido ser castigado. Son bien conocidos los esfuerzos para tipificar ese nuevo crimen contra la humanidad, anunciado en Armenia en 1915, por parte del jurista Rafaël Lemkin, quien incluso acuñó al efecto el neologismo de genocidio hoy consagrado, al tiempo que lograba una definición precisa del mismo, en gran parte recogida en el texto aprobado por la Asamblea de la ONU en diciembre de 1948.
El recurso del fiscal Zaragoza acumula las objeciones jurídicas, pero pasa por alto, a mi juicio torticeramente, el aspecto esencial del auto de Garzón, más allá de sus posibles errores: la calificación de crimen de lesa humanidad del levantamiento militar de 1936 se basa no sólo en la rebelión contra el régimen republicano, sino en que la misma se hizo con la finalidad preconcebida de exterminar a un colectivo perfectamente delimitado, la izquierda política y cultural de España. Tal es la divisoria bien conocida desde Lemkin, que Zaragoza no debiera haber emborronado hablando de una supuesta "inquisición general". Puede haber un asesinato de masas, con responsables políticos identificables, como los que tuvieron lugar en Paracuellos y con las sacas sucesivas de noviembre del 36 en Madrid, pero en tales actos puntuales de barbarie estaliniana falta el móvil fijado de antemano para proceder a un aniquilamiento general, el distintivo del genocidio que en cambio sí conviene al Gran Terror de 1936-38.
Los textos de Franco, Mola y Queipo ofrecidos por Garzón ilustran perfectamente esa voluntad de suprimir a los dirigentes y los cuadros de la izquierda política y sindical, así como de llevar a cabo el "genocidio cultural", la eliminación de las élites democráticas. Mala calificación jurídica es asimilar tales palabras y tales comportamientos asesinos con una simple rebelión militar como la de Primo de Rivera en 1923. Y es que, además, hay testimonios inequívocos anteriores. La documentación del Archivo de Asuntos Exteriores francés conserva los informes del embajador Jean Herbette, quien en noviembre de 1935 recoge las posiciones enfrentadas de Gil Robles, partidario de "un régimen de autoridad" cuasi-dictatorial, sin golpe de Estado, y la de su colaborador el general Franco, defensor del "golpe de Estado que debiera desarrollar la tarea 'como una operación quirúrgica" (comillas de Herbette). Y bien que la llevaron a cabo de palabra y obra, siendo la más clara confirmación de que el genocidio constituía el núcleo del levantamiento que su lógica mortífera siguiera imperando después del fin de la guerra, prolongándose a mi modo de ver -y aquí discrepo de Garzón- hasta el asesinato judicial de Julián Grimau en 1963. Les faltó sólo la informática: los cientos de miles de fichas reunidas en el Archivo de Salamanca prueban su voluntad de consumar "la operación quirúrgica" puesta en marcha el mismo 17 de julio de 1936.
La transición democrática se hizo sobre la base de una reconciliación asimétrica, forzada por las circunstancias, y casi nadie pone en tela de juicio que ello fue una necesidad histórica, supuesto imprescindible para que aceptaran el cambio los poderosos residuos franquistas, con "la columna vertebral del régimen" en primer plano. Hoy, transcurridos 70 años, no debiera existir razón alguna para que la memoria histórica vaya más allá del imprescindible rescate de las víctimas de las fosas comunes. Una recuperación que limitada a ese gesto seguiría dejando impune a quienes conscientemente desencadenaron aquella orgía de muerte. De ahí la pertinencia de proceder a la adecuada calificación jurídica del genocidio franquista, sin olvidar los asesinatos masivos registrados en la España republicana, que no son lo mismo que crímenes republicanos. Los cometidos en la llamada zona nacional y desde 1939 sí son crímenes franquistas.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
El País. Opinión. 30.10.08
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