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Memoria. Codovila en Paracuellos. Un prolongado genocidio. Genocidio Franquista.

    CODOVILLA EN PARACUELLOS.
Antonio Elorza 01.11.2008

"Las heridas de la Guerra Civil -ha escrito Ian Gibson- sólo se curarán definitivamente cuando ambos bandos acepten la verdad de lo que pasó en sus respectivas retaguardias durante la contienda franquista". Por eso, aun cuando el auto del juez Baltasar Garzón estuviera plagado de todos los errores que le atribuyen sus detractores, resulta innegable que ha tenido la virtud de poner las cartas sobre la mesa. De los dirigentes nazis a Karadzic, una calificación adecuada de los crímenes vale más que una cascada de libros.
Documentación exhaustiva, metodología adecuada y ponderación son los requisitos para que los resultados del análisis cumplan su papel sobre la conciencia cívica. El trabajo de Gibson viene siendo a este respecto ejemplar, y muestra de ello fue su libro de 1983 sobre Paracuellos, la matanza organizada de derechistas en noviembre de 1936. Nada tiene que ver la condena de la sublevación militar de julio por consistir en un genocidio, esto es, en el intento en buena parte logrado de aniquilar físicamente a la izquierda española, con el necesario reconocimiento de que en la España republicana hubo asesinatos de masas. No genocidio, pues fueron respuesta puntual a la coyuntura creada por la rebelión. Su análisis prueba que tampoco era "la República" responsable, ni hubo excesos "republicanos", como sugirió Carrillo en un programa nocturno de TVE, a diferencia de lo sucedido en la España de Franco.

Gibson mostró que tanto en Paracuellos como en posteriores "sacas" de noviembre de 1936, en el crimen nada hubo de improvisado ni de accidental, aunque sí de respuesta a una circunstancia de excepción: el Ejército de Franco a las puertas de Madrid. Fue entonces adoptada una pauta de comportamiento estrictamente leninista con precedentes en la guerra civil rusa. El Gobierno republicano acababa de abandonar Madrid y la Consejería de Orden Público en la recién creada Junta de Defensa quedó en manos de un joven comunista, Santiago Carrillo, en tanto que como delegado de Orden Público resultó nombrado un colaborador suyo en las Juventudes Socialistas Unificadas, Segundo Serrano Poncela. Es éste quien asume la responsabilidad formal de las "sacas" y visita la Cárcel Modelo el 7 de noviembre de 1936 tras ordenar que sean seleccionados los "militares" y los "hombres de carrera y aristócratas". Objetivo: suprimir a futuros cuadros civiles y militares franquistas de caer Madrid. El hecho de que tales sacas cesasen inmediatamente el 4 de diciembre, al sustituirle el anarquista Melchor Rodríguez, confirma que la responsabilidad de los crímenes fue comunista. El representante del Partido Nacionalista Vasco (PNV) en Madrid, Jesús Galíndez, y, verosímilmente siguiendo sus informes, el ministro Manuel Irujo, lo confirman y señalan por su nombre a Santiago Carrillo (ver Los vascos en el Madrid sitiado y el informe de Stepanov a Moscú, de 30 de julio de 1937).
Ahora bien, una decisión de tal calibre no podía ser tomada por los dos neocomunistas. Gracias a la documentación del Archivo de la Internacional Comunista sabemos que al frente del PCE, entre 1932 y 1937, no se encontraba José Díaz, ni menos Pasionaria. Todo pasaba, y en primer término la comunicación telegráfica con Moscú, por el representante de la Comintern en Madrid, el argentino Victorio Codovilla, organizador luego en México, según Vittorio Vidali ("comandante Carlos"), del asesinato de Trotsky y recompensado por su larga trayectoria estaliniana con un nicho en el muro del Kremlin. Es él quien a fines de agosto, en telegrama cifrado, lamenta el asalto mortífero a la Cárcel Modelo. No le gustan los incontrolados, pero sí la represión. A fines de julio de 1936 transmite a Moscú la disparatada impresión de que la sublevación está vencida. Piensa que el peligro es anarquista.

Solución: "Se aplicará ley revolucionaria".

En noviembre, vacío en los telegramas consultados, salvo cuando el día 23 Codovilla informa a Moscú que los documentos de fusilados están disponibles. Todos sabían dónde residía el centro de decisiones. Para describir la posición de Codovilla, André Marty no encuentra otra palabra que la de "cacique" que "resuelve todo él mismo". Cuando el periodista soviético Kolstov se informa en la noche del 6 al 7 de noviembre con Pedro Checa, secretario de Organización del PCE, sobre qué se va a hacer con los detenidos y éste explica la conveniencia de "elegir a los elementos más peligrosos", garantizando que "no se escaparán", Checa es la mano derecha de Codovilla.

La pirámide del mando en una organización comunista no admite iniciativas espontáneas. A Carrillo implícitamente y, de cara al exterior, a Serrano Poncela, les tocará la responsabilidad institucional. Sirvieron de instrumentos conscientes. Avalada o no por Moscú, la decisión de los asesinatos masivos de noviembre del 36 sólo pudo ser tomada por el delegado de la Internacional Comunista en España.


UUN PROLONGADO GENOCIDIO
Antonio Elorza 30.10.2008

España no se encuentra aislada en el mundo. Lo que muchos presentan como una jugada personalista de Garzón, calificado en estas mismas páginas de "juez campeador", se inserta en una larga marcha iniciada en 1945 para calificar y sancionar adecuadamente lo que hasta entonces fueron, en palabras de Churchill, "crímenes sin nombre". Hace poco el Tribunal Supremo de Italia ha dado el aldabonazo de condenar a Alemania a pagar una indemnización económica por la matanza cometida en 1944 por los soldados germanos en tres pueblecillos toscanos. Un antecedente que abre la puerta a una cascada futura de indemnizaciones. El transcurso del tiempo no ha borrado esos crímenes, ni en Francia los de Klaus Barbie y Papon, verdugo nazi uno y colaborador con el genocidio el otro.

Lo cierto es que no fue fácil desde un principio lograr el encaje de tales crímenes en el ordenamiento jurídico. Desde un primer momento, surgió el obstáculo de que forjar un nuevo tipo de delito, el correspondiente a la acción hitleriana contra judíos y pueblos sometidos en Europa del Este, suponía quebrantar ante todo el principio de que la norma no debe ser aplicada retroactivamente, así como de modo complementario en décadas posteriores la exigencia de prescripción.

Lo primero, la no retroactividad, es una clave en la argumentación del recurso del fiscal Zaragoza contra el auto del juez Garzón. No sería posible aplicar una norma promulgada con posterioridad al delito que viene a sancionar. Claro que de este modo los crímenes peores de los nazis, el Holocausto en primer término, nunca hubiera podido ser castigado. Son bien conocidos los esfuerzos para tipificar ese nuevo crimen contra la humanidad, anunciado en Armenia en 1915, por parte del jurista Rafaël Lemkin, quien incluso acuñó al efecto el neologismo de genocidio hoy consagrado, al tiempo que lograba una definición precisa del mismo, en gran parte recogida en el texto aprobado por la Asamblea de la ONU en diciembre de 1948.

El recurso del fiscal Zaragoza acumula las objeciones jurídicas, pero pasa por alto, a mi juicio torticeramente, el aspecto esencial del auto de Garzón, más allá de sus posibles errores: la calificación de crimen de lesa humanidad del levantamiento militar de 1936 se basa no sólo en la rebelión contra el régimen republicano, sino en que la misma se hizo con la finalidad preconcebida de exterminar a un colectivo perfectamente delimitado, la izquierda política y cultural de España. Tal es la divisoria bien conocida desde Lemkin, que Zaragoza no debiera haber emborronado hablando de una supuesta "inquisición general". Puede haber un asesinato de masas, con responsables políticos identificables, como los que tuvieron lugar en Paracuellos y con las sacas sucesivas de noviembre del 36 en Madrid, pero en tales actos puntuales de barbarie estaliniana falta el móvil fijado de antemano para proceder a un aniquilamiento general, el distintivo del genocidio que en cambio sí conviene al Gran Terror de 1936-38.

Los textos de Franco, Mola y Queipo ofrecidos por Garzón ilustran perfectamente esa voluntad de suprimir a los dirigentes y los cuadros de la izquierda política y sindical, así como de llevar a cabo el "genocidio cultural", la eliminación de las élites democráticas. Mala calificación jurídica es asimilar tales palabras y tales comportamientos asesinos con una simple rebelión militar como la de Primo de Rivera en 1923. Y es que, además, hay testimonios inequívocos anteriores. La documentación del Archivo de Asuntos Exteriores francés conserva los informes del embajador Jean Herbette, quien en noviembre de 1935 recoge las posiciones enfrentadas de Gil Robles, partidario de "un régimen de autoridad" cuasi-dictatorial, sin golpe de Estado, y la de su colaborador el general Franco, defensor del "golpe de Estado que debiera desarrollar la tarea 'como una operación quirúrgica" (comillas de Herbette). Y bien que la llevaron a cabo de palabra y obra, siendo la más clara confirmación de que el genocidio constituía el núcleo del levantamiento que su lógica mortífera siguiera imperando después del fin de la guerra, prolongándose a mi modo de ver -y aquí discrepo de Garzón- hasta el asesinato judicial de Julián Grimau en 1963. Les faltó sólo la informática: los cientos de miles de fichas reunidas en el Archivo de Salamanca prueban su voluntad de consumar "la operación quirúrgica" puesta en marcha el mismo 17 de julio de 1936.

La transición democrática se hizo sobre la base de una reconciliación asimétrica, forzada por las circunstancias, y casi nadie pone en tela de juicio que ello fue una necesidad histórica, supuesto imprescindible para que aceptaran el cambio los poderosos residuos franquistas, con "la columna vertebral del régimen" en primer plano. Hoy, transcurridos 70 años, no debiera existir razón alguna para que la memoria histórica vaya más allá del imprescindible rescate de las víctimas de las fosas comunes. Una recuperación que limitada a ese gesto seguiría dejando impune a quienes conscientemente desencadenaron aquella orgía de muerte. De ahí la pertinencia de proceder a la adecuada calificación jurídica del genocidio franquista, sin olvidar los asesinatos masivos registrados en la España republicana, que no son lo mismo que crímenes republicanos. Los cometidos en la llamada zona nacional y desde 1939 sí son crímenes franquistas.


EL GENOCIDIO FRANQUISTA
Antonio Elorza 23.09.2008

Jaime Mayor Oreja calificó la Guerra Civil de "lo peor de nuestra historia". Su propósito era mostrar la inconveniencia de todo intento de ahondar en las responsabilidades que acompañaron a la tragedia. Sería tanto como reabrir heridas mal cicatrizadas y poner en peligro la reconciliación alcanzada gracias al ejercicio de olvido que acompañó a la transición. El argumento tiene un punto de razón: después de un pasado tan traumático, cualquier ejercicio de recuperación de la memoria histórica ha de ser llevado a cabo pensando en primer término en una mejor convivencia futura. Y es precisamente esto último lo que justifica una actitud opuesta a la preconizada por nuestros conservadores. Los españoles tienen derecho a un conocimiento preciso de lo ocurrido en los años treinta y, como ha sucedido en tantos otros países, Alemania, Francia o Italia, a exigir siquiera simbólicamente responsabilidades a los culpables.
Por esas mismas experiencias sabemos que no es tarea sencilla. Una labor incompleta ha favorecido en Italia la supervivencia política de un fascismo reformado. En Alemania la rigurosa condena del nazismo y el reconocimiento pleno del Holocausto, hasta el punto de seguir prohibida hasta hoy la reedición de Mein Kampf, tuvieron como contrapartida la débil voluntad para aplicar justicia a los criminales. Tampoco fue fácil en Francia superar el trauma de que tantos, incluido el luego resistente Mitterrand, se apuntaran tras la derrota de 1940 al Maréchal, nous voilà!. Tal vez la reconstrucción de la verdadera biografía del presidente socialista a partir del libro de Pierre Péan en 1994 tuvo un saludable efecto al mostrar que también en el vértice de la izquierda las cosas distaban de haber sido de blanco sobre negro, y que detrás de la emotiva ceremonia de la rosa roja depositada al ganar las presidenciales en la tumba del resistente asesinado Jean Moulin se encontraban su duradera amistad con René Bousquet, verdugo de judíos en 1942, y el respeto mal disimulado hacia Pétain.

Es de desear que en España la ponderada Ley de la Memoria Histórica y la reciente iniciativa procesal del juez Garzón contribuyan a un ejercicio similar de esclarecimiento. "Una nación no puede olvidar su pasado", declaró Jacques Chirac al poner en marcha hace una década los procedimientos para devolver los bienes secuestrados a los judíos. El reconocimiento y la reparación de los daños sufridos por las víctimas son en este sentido prioritarios, más aun cuando en nuestro caso, tras sufrir la muerte, los republicanos asesinados fueron en tan gran número condenados a la humillación adicional de la fosa común. Sigue siendo al respecto válida la apreciación del romántico Ugo Foscolo en su poema De los sepulcros, al presentar el enterramiento digno de los restos como signo de la transformación de "las humanas fieras" en seres "piadosos hacia sí mismos y hacia los demás".

Nuestras fieras humanas del bando vencedor de la guerra incumplieron conscientemente ese deber y toca ahora por fin a las instituciones democráticas asumirlo, dando además satisfacción a los descendientes de las víctimas. Nada tiene esto de revancha. Es un puro y simple acto de humanidad y de justicia.

En la dinámica que Garzón intenta poner en marcha, el establecimiento de un censo fiable de los asesinados podría llevar a la determinación de responsabilidades retrospectivas, sirviéndose del único camino que soslaya la prescripción: la figura del genocidio. La cuestión es sí la misma conviene a los sublevados del 17 al 20 de julio de 1936. El creador del término fue en 1944 Rafael Lemkin, jurista judeopolaco, en su libro El dominio del Eje en la Europa ocupada, para calificar la novedad de la destrucción programada de una nación o de un grupo étnico. Franco escaparía gracias a esta acepción restrictiva. En 1946, el campo de aplicación se amplia a los grupos religiosos y este límite es respetado en 1948 en la Convención dedicada al tema, por el veto inglés a incluir el genocidio político.
Los dos componentes del concepto, la voluntad programada de aniquilamiento y la designación de un sujeto pasivo identificable, permiten sin embargo su aplicación al campo político. Los cientos de miles de "gente del 17 de abril" ejecutada por los jemeres rojos, o de enemigos del pueblo fusilados en la gran purga de Stalin en 1936-38, comparten con los miles de rojos exterminados en España el hecho de haber sido víctimas de un proyecto deliberado de aniquilamiento y de constituir un grupo humano bien delimitado. Fueron gentes del Frente Popular, masones, personas conocidas por su laicismo, sindicalistas: en una palabra, esa izquierda sobre la cual Francisco Franco, en conversación de noviembre de 1935 con el embajador francés Jean Herbette, declaró la necesidad de ejecutar "una operación quirúrgica", la amputación de la parte perniciosa de la sociedad española. Genocidio político y también cultural, de destrucción de las élites que proporcionaban en la izquierda inspiración cultural y cohesión social. Los textos de Mola o de Queipo refrendan ese propósito, comparable al expresado por Hitler contra judíos y comunistas. Y bien que la pusieron en práctica. La mejor prueba de que la acción de exterminio era consciente lo tenemos en su sañuda prolongación en los años de la posguerra. "Vencido y desarmado el Ejército rojo", tocaba borrar el rastro de la República mediante la eliminación de todo aquel que hubiera sido un cuadro o líder de opinión. No hubo piedad ni humanidad. Calificación de genocidio bien ganada.

Ahora bien, tal valoración, asociada al hecho de que el "alzamiento" fue una insurrección contra el régimen legalmente constituido, no debe ocultar que si entramos en el terreno de las responsabilidades también hubo "humanas fieras" en el sector republicano, unas individuales, otras organizadas. De modo especial, en la CNT-FAI y en el PCE/Internacional Comunista la comisión de actos conscientes de barbarie se encuentra suficientemente probada, por contraste con la nobleza de figuras como Manuel Azaña o Joan Peirò. Los demócratas de hoy no deben cerrar los ojos ante las "patrullas de control" anarquistas en Barcelona, Paracuellos o el entorno político de la mejor conocida muerte de Andreu Nin. Hubo terror libertario y terror estaliniano.

La excepcional longevidad de Santiago Carrillo debiera permitir el esclarecimiento de episodios capitales, de los que fue observador privilegiado. El hecho de que en sus frecuentes relatos nunca mencione al mandamás delegado de Moscú, el siniestro Victorio Codovila, ni a la NKVD, indica que habla pero no cuenta. Y ya que en las entrevistas, por ejemplo una muy reciente a la SER, insta a la recuperación de la memoria histórica, tiene el deber moral de contar lo que realmente pasó. No lo hará.

Volvamos a la aspiración última de Goethe: "Luz, más luz".