Es muy probable que existan pormenorizados estudios acerca del carácter, forma y fondo de la publicidad aplicada a la propaganda electoral durante los primeros años de la transición democrática en España, cuando un variado conglomerado de partidos, desde la ultraderecha a la ultraizquierda, aspiraba a tener una representación parlamentaria, por minoritaria que fuese, en el nuevo Congreso de los Diputados.
De seguro que, si analizamos esa cobertura propagandística, se podrían sacar consecuencias muy ilustrativas acerca del grado de convicción y entusiasmo que despertó entre la mayoría de los ciudadanos la consecución de un régimen democrático luego de casi 40 años de dictadura. A ese nuevo tiempo, inédito para la mayoría de los españoles, así como a las expectativas que comportaba, se correspondía una publicidad en consonancia con las ilusionadas claves de una sociedad esperanzada. Encantamiento se llamó aquel periodo, e igualmente encantadora fue la cartelería que ilustró las primeras campañas electorales.
No menor debió de ser en su día, a partir del siempre recordable 14 de abril de 1931, la exaltada predisposición de buena parte de la España de entonces ante la proclamación de la II República, sobrevenida de la noche a la mañana pese a ser un viejo y anhelado sueño desde su malogrado antecedente en 1873. También del jubiloso estado de ánimo de los ciudadanos en aquellos días, así como de las ideas y creencias que la bandera tricolor propulsó entre los españoles, nos quedan testimonios tan estimables como el hallazgo de estos Mandamientos Republicanos que he tenido la oportunidad de rastrear en los archivos más menudos de la Historia, a veces tan reveladores. Esto es lo que dicen según transcripción literal:
“El primero, amar a la Justicia sobre todas las cosas; el segundo, rendir culto a la Dignidad; el tercero, vivir con honestidad; el cuarto, intervenir rectamente en la vida política; el quinto, cultivar la inteligencia”; el sexto, propagar la instrucción; el séptimo, trabajar; el octavo, “ahorrar”; el noveno, proteger al débil; el décimo, no procurar el beneficio propio a costa del perjuicio ajeno”.
El texto de la octavilla de mano, editada en la imprenta Gutemberg de Guadalajara el 31 de Mayo de 1931, y para la que se rogaba la mayor publicidad posible, comenta asimismo cada uno de esos mandamientos con muy precisa calidad conceptual: “Quien ama la justicia sobre todas las cosas no hace daño a nadie; respeta los derechos ajenos y hace respetar los propios. Quien rinde culto a la dignidad, se lo rinde a la libertad y la igualdad; ni avasalla a nadie, ni por nada se deja avasallar; ni reconoce primacías innatas, ni acata privilegios infundados”.
Esas son las glosas de los dos primeros. Por resultar obvias las explicaciones de la mayoría de los restantes, sólo me parece destacable resaltar el octavo, que preconiza la necesidad de “consumir menos de lo que se produzca, para crecer así los bienes de la Patria y de la Humanidad, y el décimo, que veda todas las explotaciones del hombre por el hombre, y todas las protecciones legales consistentes en aumentar los provechos de unos a costa de los bienes de otros”.
Es de resaltar que el texto lleva como epígrafe “A todas las buenas personas”, y que estas, las buenas gentes, son algo fundamental en la encarnadura y regeneración social de cada época. Por ellas, en las que es forzoso creer por encima de cualquier circunstancia histórica, es obligado que siga mereciendo la política, ejercida con la dignidad que a estas personas se debe, el mayor de los respetos, pues los políticos nos representan sobre todo para que los valores y defensa de los buenos ciudadanos primen sobre cuantas tropelías puedan cometer los que no lo son, sobre todo cuando algunos se sirven de la política para tener mayor posibilidad de cometerlas.
Por defender esos principios, tan concisa y explícitamente consignados en ese viejo pasquín, el abuelo de Rodríguez Zapatero perdió la vida, fusilado por el ejército franquista durante la Guerra de España, a causa de la denuncia interpuesta contra el capitán Juan Rodríguez Lozano por el general rebelde Lafuente, que hasta el pasado mes de marzo daba nombre a una de las calles de León. Que el Ayuntamiento de la ciudad de juventud de Zapatero haya dispuesto retirar en “unos meses” el nombre de “General Lafuente” de la calle dedicada al militar felón evidencia una vez más la cortedad y el retraso en la aplicación de la llamada Ley de Memoria Histórica, cuya práctica eficiencia casi queda reducida, después de ser tan hablada y debatida, a un mero recurso electoralista utilizado por el Partido Socialista para arrebañar votos a la izquierda de sus siglas.
Fue muy de valorar en su día –pues se trataba del primer presidente del Gobierno que se permitió en su primer discurso de investidura aludir a los principios republicanos de su abuelo apelando a su memoria–, que Rodríguez Zapatero tuviera esa referencia hace cinco años, casi coincidiendo con el 14 de abril, cuando citó algunas frases del testamento del militar fusilado: “Muero inocente y perdono, mi credo fue siempre un ansia infinita de paz, el amor al bien y mejoramiento social de los humildes”.
Que un lustro después haya que esperar “unos meses” para que quien decidió la ejecución de Rodríguez Lozano deje de deshonrar con su nombre el callejero leonés, prolongando su vigencia después de 30 y pico años de democracia, denota hasta qué punto se siguen marginando y posponiendo en la actual España democrática los valores republicanos que la precedieron, incluso a costa de hacer perdurar, como en un caso tan señalado como este, la memoria de los militares que los combatieron y persiguieron durante la dictadura.
Félix Población es Escritor y periodista en el Centro Documental
de la Memoria Histórica
Público.es 4.05.09