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REQUIÉN POR LAS DOS ALMAS. Tribuna de Santos Juliá.

    

En un auto impecable, sobrio, de lectura obligada para cualquier ciudadano, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos rechaza los recursos presentados por Herri Batasuna y por Batasuna contra el Reino de España, ratifica en todos sus términos la sucesiva disolución de estos dos partidos y da la razón al Gobierno al fallar por unanimidad que el artículo 11 del Convenio de Derechos Humanos no fue violado, como pretendían los recurrentes. Si este auto se añade a la no admisión a trámite del recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica de Partidos Políticos presentado por el Gobierno autónomo de Euskadi en septiembre de 2002, ya se comprende que la apuesta que, según el manifiesto publicado con motivo del último Aberri Eguna, hacen siempre los nacionalistas vascos por Europa habrá de obligarles a aceptar que España es Europa, un hecho que al parecer no cabe en algunas de sus empecinadas cabezas.

Aparte de su relevancia jurídica, tiene interés destacar que el Tribunal Europeo considera que los actos de Herri Batasuna y de Batasuna "deben ser analizados en su conjunto como parte de una estrategia para llevar a término su proyecto político". En el auto no hay conflictos ancestrales ni culturas populares; lo que hay son actos y estrategias con vistas a la realización de un proyecto político "contrario en su esencia a los principios democráticos propugnados por la Constitución española". Con esta inversión de la mirada, el Tribunal desbarata las confusas relaciones entre las distintas ramas del nacionalismo vasco, que llevan medio siglo considerando la violencia como resultado de un conflicto ancestral y que entienden el recurso a las armas como parte, si no obligada, comprensible, de una cultura política en la que Euskadi aparece como víctima de la ocupación del Estado español.

La historia viene de lejos, de cuando los partidos políticos que aspiraban a transformar el mundo se presentaban con dos programas: el mínimo, que proponía reformas del sistema político y social; y el máximo, que pretendía su derrocamiento y sustitución por otro. Así ocurrió durante la República, cuando la democracia, para amplios sectores de derecha y de izquierda, no tenía más que un valor instrumental: valía en la medida en que servía para adelantar el día de la revolución o de la conquista de todo el poder. Los nacionalistas vascos han sido, desde su origen, maestros en este juego de estar dentro, único camino para avanzar hacia el nuevo mundo en que pueblo, nación, territorio y Estado serán al fin la misma cosa; y mantenerse fuera, porque algún día será preciso dar un salto adelante y proclamar la independencia.

De ahí la vieja historia de las dos almas del nacionalismo vasco: una que aspira a la autonomía, otra que sueña con la independencia. Tradicionalmente, esas dos almas habitan el mismo cuerpo, pero en los últimos años de la dictadura una de ellas se escindió y voló en busca de su propio cobijo. Los veteranos se quedaron en el PNV, conquistaron su Estatuto de autonomía y desecharon la autodeterminación como "virguería marxista", en palabras de su líder, Xabier Arzalluz. Las nuevas camadas se echaron al monte, rompieron con una tradición casi centenaria y, en un ejercicio libérrimo de su voluntad, crearon una nueva organización, ETA, y decidieron recurrir a la violencia como privilegiado instrumento de acción.

Nada en la tradicional cultura nacionalista les determinaba a esa opción. Fueron ellos quienes, sacudiéndose ataduras ancestrales, diseñaron y practicaron una estrategia consistente en buscar un enfrentamiento con el Estado que desencadenara la siniestra espiral de acción-reacción-acción y despertara de su letargo a la sociedad vasca para iniciar una guerra contra el invasor. No fue casualidad que los años de 1978, 1979 y 1980 se saldaran con un total de 247 asesinatos perpetrados por ETA mientras el PNV rechazaba la Constitución y celebraba el Estatuto, una opción estratégica que le permitía, con el dictador muerto, mantener su parte del alma independentista a la par que expandía hasta el límite su alma autonomista.

Matar a un ritmo de uno cada tres días fue la acción de esos años; y construir de la nada una cultura política en la que matar apareciera, no ya justificado sino legítimo y heroico, era parte de la estrategia. Actos y estrategias se fundieron para rodear a quienes empuñaban las armas del calor de familiares y amigos y de la paternal comprensión e indisimulada admiración de quienes compartían los mismos fines: dirigentes y simpatizantes del nacionalismo tradicional. Las dos almas aprendieron a convivir en la nueva cultura política que el PNV colaboró a construir desde el gobierno y que su máximo dirigente compendió en una frase para la historia: unos sacuden el árbol, otros recogen las nueces. Los veteranos contemplaban con algo más que complacencia la eficacia de una división del trabajo que permitía a la joven rama escindida del tronco común golpear desde fuera del Estado mientras ellos gobernaban desde su interior: años de presión combinada acabarían por rendir al Estado opresor.

Piedra angular de esa nueva cultura política fue la elevación del terrorista a la sagrada categoría de mártir que ofrece su vida por la liberación de su pueblo y la caracterización del Estado con los rasgos del enemigo a batir. España era la potencia colonizadora, violadora de derechos humanos, una tesis que sirvió de base a la alianza estratégica del PNV con los representantes políticos de los terroristas en el pacto de todas las almas suscrito en Lizarra. El Estado, España, Madrid, será también el culpable de alterar las reglas de juego democrático para impedir que todos los vascos encuentren su representación en el Parlamento de Euskadi: el PNV, que había recibido de Batasuna el apoyo necesario para sacar adelante el plan Ibarretxe, denuncia en su último manifiesto que en España no hay democracia, que estamos como hace 70 años, cuando José Antonio Primo de Rivera proclamó la necesidad de uniformizar España.

En este contexto, histórico y muy actual, los nacionalistas habían abrigado la esperanza de que el Tribunal Europeo, al pronunciarse sobre los recursos de Herri Batasuna y de Batasuna, ofreciera algún resquicio para seguir alimentando la cultura política del victimismo de Euskadi y la denuncia de violación de derechos humanos por España. Pero los siete jueces del Tribunal, sin ningún voto particular en contra, y sin cargar la prosa con tecnicismos que pudieran prestarse a interminables debates, han emitido un fallo en el que actos y estrategias reciben, por fin, la calificación que merecen. Al conocerlo, Batasuna respondió con lo de siempre y el PNV, tras unos días de perplejidad, tendió un ramo de olivo como si aquí no hubiera pasado nada. Pero sí ha pasado algo, y aun mucho, y no estaría de más que el PNV sacara las consecuencias de la magistral lección impartida por el TEDH y se comprometiera formalmente a romper con esa cultura política que le ha permitido alimentar sus dos almas. Todo partido político, reconoce el Tribunal, puede "hacer campaña a favor de un cambio de la legislación o de las estructuras legales o constitucionales del Estado"; pero con "dos condiciones: que los medios sean legales y democráticos y que el cambio propuesto sea compatible con los principios democráticos fundamentales".

La cosa es tan simple que da reparo repetirla: en los Estados europeos, la democracia vale como fin y como medio. Se acabó la historia que permitía a astutos estrategas obtener lo mejor de los dos mundos golpeando desde fuera mientras administraban los dineros desde dentro. La música que acompaña al fallo suena como un réquiem por la vieja cultura política de las dos almas: cuanto antes lo entiendan los nacionalistas, menos frustraciones se llevarán si el TEDH se ve de nuevo obligado a recordarles que en un Estado democrático la única estrategia para modificar las leyes y las constituciones es aquella que respeta los principios democráticos fundamentales, entre otros, no matar al adversario político.


Santos Juliá. Tribuna en El País. 14.07.09