Que la Administración denegara la solicitud de indemnización que formuló la viuda de Sánchez Bravo, fusilado en septiembre de 1975, con base, precisamente, en la sentencia del Consejo de Guerra que le condenó por terrorismo y asesinato, viene a reconocer la vigencia de expresiones de la barbarie del pasado con apariencia jurídica, que siguen entre nosotros y forman parte del ordenamiento. La eficacia de las sentencias de los tribunales de excepción del franquismo cuestiona las bases sobre las que se asienta el Estado de Derecho, el respeto a los derechos humanos, y ataca el sentido de decencia de la ciudadanía, que debe compartir el legado del fascismo. La Ley de Memoria Histórica de 2007 declara el carácter radicalmente injusto de las condenas dictadas por los tribunales de excepción de la dictadura y la ilegitimidad de esos órganos de la represión, entre ellos los Consejos de Guerra, al estimar que eran contrarios a Derecho y vulneraban las más elementales garantías del juicio. Resulta que la Administración no quiere extraer consecuencia alguna de esa proclamación y excusa que no le corresponde cuestionar las “actuaciones procesales” del franquismo. Se homologan como actos de Derecho conductas de brutalidad institucional contra la disidencia política, una suerte de farsa jurídica que interpretaba un piquete de verdugos.
Tal forma de operar sólo puede explicarse en el método que adoptó nuestra particular transición a la democracia, un modelo, sí, pero de impunidad de los crímenes de la represión, de silencio impuesto, de abandono y desprecio de las víctimas. No en balde la Transición estuvo gobernada por el miedo a un posible golpe militar que situó a los políticos que venían de la dictadura en la posición de imprescindibles valedores de la democracia y obligó a aceptar con resignación que era mejor no intentar ajustar las cuentas con los responsables de crímenes horrendos (torturas, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas). Por si acaso. El respeto de los derechos fundamentales básicos de las víctimas de la larga y feroz represión requiere que las resoluciones de los tribunales de excepción sean anuladas. Para ello es necesario convenir una idea precisa: el aparato institucional franquista fue un Estado ilegal, un espacio de no Derecho, que se sustentaba en la violación sistemática de los derechos y libertades, conculcando la legalidad internacional, el orden jurídico universal constituido por los derechos humanos indisponibles. El Estado franquista nació de un acto criminal, un golpe de Estado, se fundó sobre una Guerra Civil que se desenvolvió bajo el programa de exterminio del enemigo político y se consolidó mediante un proyecto de persecución implacable de cualquier forma de disidencia, que se prolongó después de la muerte del tirano. Estado ilegal, tribunales de excepción y sentencias injustas. Así debemos pensar tales instituciones y actos de poder. Si esa fórmula fuera aceptada –algo que pretendió con timidez la ley de la memoria– no habría problema en declarar la nulidad de todas las sentencias de los tribunales de excepción, como hechos gravemente atentatorios contra los derechos humanos que no pueden convivir en la esfera pública democrática. Se disuelven así las dudas sobre la seguridad jurídica que se han planteado; dudas que nunca deberían amparar la injusticia ni la permanencia de los efectos del crimen.
La revisión de las sentencias condenatorias corresponde al Tribunal Supremo; a su Sala Segunda respecto a las dictadas por el Tribunal de Orden Público y por los Tribunales de represión de la masonería y el comunismo y de responsabilidades políticas; y a su Sala Quinta para las pronunciadas por consejos de guerra. Para ello, la ley pide la concurrencia de un hecho nuevo que evidencie la inocencia del acusado. Se pueden anotar varios. En primer lugar, la declaración por ley de la ilegitimidad de origen de los tribunales de excepción, que surgieron de un golpe de Estado, y de su ilegitimidad de ejercicio, por la violación sistemática de los derechos y libertades. Su consecuencia es la injusticia de las sentencias, que también se afirma. Un segundo hecho nuevo sería la derogación expresa de toda la normativa que soportaba a los tribunales, sus procedimientos y los tipos sancionadores, por su incompatibilidad con los derechos humanos. Además, ha de considerarse, en su caso, la declaración de reconocimiento como víctima de la represión y de reparación personal que prevé la ley, porque sus consecuencias son la admisión por el Estado, en un acto concreto, de la injusticia de la condena. Antes de la ley de reparación, medio centenar de resoluciones de la Sala Quinta de lo militar del Tribunal Supremo (otra excepción española, una milicia togada en su Corte de Casación) denegaron la autorización para interponer recurso de revisión contra condenas políticas dictadas por consejos de guerra de la represión franquista, con decisiones y argumentos incompatibles con la cultura de la legalidad democrática, que concibe la ley subordinada a los derechos humanos. El Fiscal, que hasta ahora ha defendido la intangibilidad de las sentencias, tiene una misión especial en la revisión de las sentencias injustas, que enuncian las leyes procesales y que sería deseable que asumiera. La nulidad de las sentencias de la represión es un episodio de la lucha por el Derecho que esta sociedad debe acometer para tomar distancia –no sólo temporal– con un Estado ilegal que negaba los derechos y mataba impunemente a sus enemigos políticos. Razones de higiene pública lo aconsejan.
LAS SENTENCIAS DE LA REPRESIÓN
Ramón Saez
Magistrado de la Audiencia Nacional
Diario Público 18 de agosto de 2009