A las 10 de la mañana del pasado miércoles, la OTAN y la Moncloa informaban simultáneamente de un viaje imprevisto del presidente del Gobierno a Bruselas para ese mismo día. Solo se anticipó, crípticamente, que Zapatero anunciaría, junto al secretario general de la Alianza Atlántica, Anders Fogh Rasmussen, y al nuevo jefe del Pentágono, Leon Panetta, un acuerdo sobre desarrollo de capacidades de defensa de la Alianza. Pocos minutos después, la edición digital de EL PAÍS desvelaba que España había ofrecido la base de Rota (Cádiz) como sede del componente naval del escudo antimisiles de la OTAN. En términos prácticos, eso significa el despliegue de cuatro destructores dotados con el sistema de combate Aegis y de 1.200 militares, así como 100 civiles. En definitiva, España pasa de ser un punto de apoyo logístico y tránsito para las tropas norteamericanas en Irak o Afganistán, a albergar una de las unidades más potentes y avanzadas tecnológicamente de la Navy.
El anuncio fue recibido con estupor generalizado. ¿Por qué un presidente que inauguró su mandato retirando las tropas de Irak decide el mayor incremento de la presencia militar estadounidense en suelo español de las últimas décadas, a solo un mes y medio de las elecciones generales? Y, además, con extraordinaria premura. Solo dos días después, el pasado viernes, el Consejo de Ministros daba luz verde al despliegue de los cuatro destructores, al tiempo que encomendaba a los departamentos de Defensa y Asuntos Exteriores la negociación, a través del Comité Conjunto Hispano-Americano, de un acuerdo que fije las condiciones del mismo.
Aunque el Gobierno mantuvo un absoluto mutismo hasta el último minuto, las negociaciones se habían iniciado nueve meses antes. Fue en enero, con motivo de la visita a Washington del secretario general de Política de Defensa, Luis Cuesta, al frente de una delegación de alto nivel. El Pentágono sondeó por vez primera la instalación en España de componentes esenciales del escudo antimisiles; es decir, del sistema de sensores e interceptores dirigido a neutralizar la amenaza que supone la proliferación de misiles balísticos en un número cada vez mayor de países y, en particular, en dos cuyos regímenes se caracterizan por su hostilidad hacia Occidente y sus ambiciones nucleares: Irán y Corea del Norte.
En septiembre de 2009, el presidente de EE UU, Barack Obama, decidió dar carpetazo al faraónico programa de defensa antimisiles heredado de su antecesor, George W. Bush, que a su vez no era sino una versión descafeinada de la Guerra de las Galaxias ideada en los años ochenta por Ronald Reagan. Lo hizo por su exhorbitado coste (más de 20.000 millones de dólares) y también por los recelos que el proyecto despertaba en el Kremlin, con cuya colaboración en Afganistán o Irán aspiraba a contar la Casa Blanca.
Pero esta decisión, pese al enfado que provocó en países del este de Europa que aún miran a Moscú como una amenaza, no suponía que EE UU y la OTAN renunciaran a poner en pie un escudo antimisiles, aunque más modesto: ya no se trataba de derribar en vuelo misiles intercontinentales que solo figuran en los arsenales de las grandes potencias, sino de neutralizar misiles de corto y medio alcance en manos de un creciente número de países. Para eso no había que recurrir a proyectos aún en desarrollo y de resultado incierto, sino aprovechar tecnologías suficientemente probadas: en concreto, radares AN TPY-2 y misiles Standard SM-3. La cumbre de la OTAN, celebrada en noviembre de 2010 en Lisboa, aprobaba el nuevo Concepto Estratégico, que incluía como uno de los ejes centrales de la defensa aliada "el desarrollo de la capacidad de defender a nuestras poblaciones y territorios frente a ataques con misiles balísticos". En junio pasado, los ministros de Defensa de la OTAN aprobaban el Plan de Acción de Defensa Antimisiles, que debe estar operativo en 2018. Se trata de pasar del programa de defensa que la Alianza desarrolla desde 2001 para proteger bases y tropas sobre el terreno, a otro que sirva de paraguas para los Veintiocho (los países de la OTAN).
Por eso, al secretario general de Política de Defensa no le sorprendió la petición que escuchó en el Pentágono. Estados Unidos ya había elegido el emplazamiento del componente terrestre del escudo: radares en Turquía e interceptores en Rumanía y Polonia. Faltaba por determinar el puerto de base para los buques, dotados con el sistema de combate Aegis (escudo protector, en la mitología griega) y también con misiles SM-3, como los que se instalarán en tierra.
El Pentágono, según las fuentes consultadas, estudió varias ubicaciones en Grecia e Italia. Pero Rota era con mucho la más ventajosa. No solo por las instalaciones, que acaban de ser ampliadas con fondos de la OTAN, sino sobre todo por su estratégica situación: en la puerta de entrada al Mediterráneo, a mitad de camino entre EE UU y Oriente Próximo, y con fácil acceso hacia África. Los expertos dan por hecho que uno de los cuatro buques (probablemente destructores de la clase Arleigh Burke) patrullará permanentemente por el Mediterráneo oriental, otro podría hacerlo en el Mediterráneo central, un tercero quedaría en alerta y el último en reparación o mantenimiento. Realizar la misma misión desde la costa este de Estados Unidos requeriría, como mínimo, dos buques más, para cubrir los tránsitos por el Atlántico.
Cuando la negociación estuvo lo bastante madura, antes del verano, Zapatero informó al líder del PP, Mariano Rajoy, y obtuvo el respaldo del primer partido de la oposición y claro favorito en las encuestas sobre las próximas elecciones generales. Esta garantía fue decisiva, según fuentes diplomáticas, para que EE UU se inclinara por Rota y descartara otras opciones.
La negociación podría haberse prolongado todavía más si Washington no hubiese apremiado a Madrid para obtener cuanto antes una respuesta. Está previsto que los presupuestos de la Administración de Obama para 2012 se voten en noviembre; y la partida destinada a preparar la base para la llegada de los dos primeros destructores, en octubre de 2013, no podía incluirse en aquellos sin que España diera antes el sí.
Aunque el Gobierno ha defendido públicamente que no es necesario modificar el convenio con EE UU, vigente desde 1988, la nota difundida tras el Consejo de Ministros del viernes es deliberadamente ambigua: se refiere a la "adecuación del convenio a esta nueva forma de cooperación [el escudo antimisiles]" y añade que del resultado de las negociaciones "se dará cuenta razonada a las Cortes Generales en el momento y de la manera procedente".
La cuestión no es baladí, pues el convenio con EE UU tiene para España rango de tratado internacional y cualquier modificación del mismo debe ser aprobada por las Cortes, actualmente disueltas, como lo fueron las enmiendas pactadas por el Gobierno de José María Aznar con la Administración de Bush en 2002.
Fuentes de Defensa señalan que será el contenido del acuerdo al que finalmente se llegue con EE UU el que determine si el mismo puede ser objeto de un mero documento de carácter administrativo -como el que en enero pasado prohibió las operaciones de reabastecimiento en vuelo sobre suelo español- o de un anejo, que como tal se incorporaría al convenio y requeriría de aprobación parlamentaria.
Defensa sostiene que los efectivos reales de EE UU en España apenas suponen el 30% de los previstos en el convenio -4.750 con carácter permanente y y 2.285 temporales-, por lo que podrían incorporarse a Rota los 1.200 militares que participarán en el componente naval del escudo antimisiles sin sobrepasar los topes máximos. Lo cierto, sin embargo, es que el convenio-que consta de 69 artículos, ocho anejos y diez cartas o notas verbales- es tan pormenorizado y exhaustivo -regula desde el suministro de combustibles a las relaciones laborales, pasando por los servicios médicos- que difícilmente se entendería que un cambio tan sustancial como el despliegue permanente de cuatro buques antimisiles quedara fuera del mismo.
En cualquier caso, el Gobierno que salga de las próximas elecciones será el encargado de culminar la negociación y de informar a las nuevas Cortes. Se da por descontado que no será posible cerrar un acuerdo antes de Navidades, cuando está previsto el traspaso de poderes.
Ya desde el primer anuncio, Zapatero hizo hincapié en el "impacto económico muy positivo" que tendrá esta decisión sobre la deprimida bahía de Cádiz. El presidente habló de un millar de puestos de trabajo directos e indirectos -aunque el vicepresidente tercero, Manuel Chavez, matizó que serán 60 empleos fijos y 100 temporales, así como 772 indirectos- y de un beneficio estimado en 51 millones de euros anuales. Washington se ha comprometido a que el mantenimiento y reparación de los cuatro destructores se haga en los astilleros de San Fernando, por unos 8,4 millones anuales. A lo que hay que sumar el consumo generado por los 3.400 ciudadanos estadounidenses -entre militares y sus familias- que residirán en las inmediaciones de la base.
El propio ministro francés de Defensa, Gerard Longuet, calificó el despliegue de los destructores en Rota como un "gesto" de EE UU hacia la economía española. Pero, como recuerda el general Miguel Ángel Ballesteros, director del Instituto Español de Estudios Estratégicos, el alcance de la decisión "no puede medirse por los puestos de trabajo que cree, por importantes que estos sean" sino, sobre todo, porque "es una apuesta política clara por convertir a España en un socio leal y fiable para la OTAN y para EE UU".
Pero ganar amigos suele generar enemigos en la misma medida. Y el Ministerio de Asuntos Exteriores ruso respondió al anuncio de Zapatero con un durísimo comunicado en el que calificaba de "inaceptable" que EE UU practique la política de hechos consumados y adopte decisiones "capaces de influir en la estabilidad y seguridad euroatlántica sin tener en cuenta la opinión de todos los países interesados". Temerosa de que la decisión pueda desencadenar una crisis con Rusia, la diplomacia española se movilizó para informar a los representantes rusos antes de que el acuerdo se hiciera público e intentó convencerles, sin mucho éxito, de que la participación de Rota en el escudo antimisiles "no va en contra de la seguridad de Rusia", ni socava su poder de disuasión. El 5 de diciembre, si no se suspende a última hora, tiene previsto visitar Madrid el presidente ruso, Dmitri Medvedev. Y es seguro que aprovechará para plantear sus quejas.
El almirante Ángel Tafalla, ex segundo jefe del Mando Naval de la OTAN en el Mediterráneo, asegura que no hay motivo para que Moscú se inquiete, ya que los interceptores no tienen capacidad para alcanzar a los misiles estratégicos; "salvo que el estado de sus fuerzas convencionales sea tan deficiente que fíe su seguridad a las armas nucleares. Y se plantee usarlas".
Además de la aportación de EE UU -puebra de que Washington no se desentiende la política del Viejo Continente- el programa de defensa antimisiles contará con contribuciones de otros aliados como Holanda, que modernizará cuatro buques de defensa antiaérea para integrarlos en el dispositivo de la OTAN.
En teoría, la Armada española es la mejor preparada para participar en el escudo antimisiles, ya que cuenta con fragatas F-100 equipadas con el sistema de combate Aegis, el mismo que llevan los destructores y cruceros de EE UU asignados a esta función. Sin embargo, ni EE UU ni la OTAN han pedido a Españaque aporte las F-100, según fuentes consultadas. Y tampoco España las ha ofrecido. La primera razón estriba en que la Armada solo cuenta con cinco fragatas de esta clase- una de ellas en construcción- y adscritas al escudo antimisiles supondría tenerlas cautivas. Además, la conversión de las fragatas antiaéreas F-100 en antimisiles requeriría, según los expertos, una costosa adaptación: modificar el software del radar, cambiar el lanzador y, sobre todo, sustituir los misiles SM-2 por SM-3, que son mucho más caros. Esos costes serían inasumibles sin financiación de la OTAN.
En junio pasado, el Consejo de Ministros aprobó la Estrategia Española de Seguridad, coordinada por Javier Solana, en la que se aseguraba que "la participación de España en el programa de Defensa Antimisiles de la OTAN constituye una adecuada medida de respaldo a los esfuerzos que se vienen realizando contra la proliferación de misiles balísticos [...] España participará en la configuración de dicho programa [...] y se acogerá a sus beneficios". El párrafo era lo bastante ambiguo como para que pudiera interpretarse que España aportaría las F-100 o acogería a buques de EE UU. En todo caso, la participación en el escudo antimisiles no es la única función que tendrán los cuatro destructores estadounidenses basados en Rota. Lo dejó claro en Bruselas el jefe del Pentágono, quien dijo que también participarán en grupos permanentes marítimos de la OTAN, en ejercicios navales, visitas a puertos y otras actividades de cooperación. Leon Panetta también agregó que podrán prestar "un apoyo de respuesta rápida" a los mandos militares estadounidenses Africom (que cubre la mayor parte de África) y Cetcom (que abarca 22 países, desde el Cuerno de África a Pakistán). Es decir, los buques se dedicarán a todo tipo de misiones, tanto de la OTAN como exclusivamente estadounidenses. Por eso, según el secretario general de Política de Defensa de España, el acuerdo que se negocie ahora con EE UU deberá detallar, además de los apoyos en territorio español, las misiones que pueden cumplir. "Y estas deberán ajustarse siempre a la legalidad internacional", recuerda Cuesta. El convenio con EE UU permite al Gobierno español negar el uso de su territorio o su espacio aéreo para misiones que contradigan la política exterior española. Así sucedió con el bombardeo de Trípoli (Libia) ordenado en 1986 por Reagan. La diferencia es que hasta ahora ningún buque de la Navy tenía base permanente en España. La instalación en Rota del componente naval del escudo antimisiles aumenta su peso en la OTAN y, por lo mismo, su condición de objetivo potencial de grupos terroristas. El general Ballesteros sostiene, sin embargo, que no supone un cambio sustancial, pues "Estados Unidos es un objetivo permanente del terrorismo internacional, y España también". Aunque no siempre se recuerde.
Puerta del Mediterráneo, balcón a África
La base de Rota está ubicada frente a Cádiz, a la entrada del estrecho de Gibraltar. Tiene una extensión de 23.000 hectáreas y un perímetro de 26 kilómetros. El puerto, recién ampliado, tiene capacidad para 24 buques. En la pista se produjeron el año pasado 45.000 movimientos aéreos. El convenio autoriza un máximo de 4.250 militares y 1.000 civiles estadounidenses. También puede tener 18 aviones de patrulla marítima, 13 de reconocimiento y 18 de patrulla de EE UU. Alberga el Cuartel General de la Flota española y los mayores buques. (portaviones, fragatas, etc).
Un socio lunático para Estados Unidos. por Jose María Ridao
Tan ridículo como el antiatlatismo primario es el atlantismo primario, y Rodríguez Zapatero ha tenido la singular habilidad de incurrir en los dos. Seguramente porque la política exterior y de seguridad que ha desarrollado en sus ocho años de Gobierno ha sido casi siempre primaria, y en ocasiones también ridícula. Fue el caso del discurso sobre las grandes líneas de acción diplomática que pensaba desarrollar en la legislatura que ahora acaba, y que pronunció por razones de imagen en el Museo del Prado. Allí fue posible escucharle que España se comprometía internacionalmente con los principios y con la paz, además de contra la pena de muerte y otras nobles banderas que desplegaría por el ancho mundo como un nuevo e infatigable condottiero. El discurso resultó tan conmovedor como, a la vez, intrascendente, puesto que lo que importa de la política exterior y de defensa de un Gobierno es la manera en la que defenderá los intereses nacionales. Los puede defender bien o los puede defender mal, y los puede defender respetando los principios, que es lo que se debe, o violándolos, que es casi siempre inmoral y siempre un error. Pero, en ningún caso se pueden confundir los principios con los objetivos de una política exterior y de seguridad.
Con la decisión de comprometer a España en el "escudo antimisiles", Zapatero ha demostrado que las buenas causas ya no son las suyas, y también que se le ha embotado la sensibilidad. Pero no para la política exterior y de seguridad, hacia la que quizá nunca la tuvo, sino hacia las instituciones democráticas. Nada, sino ese embotamiento, puede explicar que, con las Cámaras disueltas, lleve a cabo uno de los giros más bruscos de la posición internacional de España, alineándola con lo que la Administración Bush denominaba la nueva Europa, frente a la vieja, en una iniciativa como el "escudo antimisiles". Si lo que pretendía era mostrarse él, o mostrar a España, como fiel aliado de Estados Unidos, que es sin duda lo que le conviene al interés nacional, lo que ha conseguido es exactamente lo contrario.
Zapatero, aunque ya se va, y España, que ahora gobernará previsiblemente otro partido, se ha convertido en ese socio lunático que, siendo europeo y europeísta, aparece una mañana en las Azores, otra retira sin preaviso las tropas de Irak y de Kosovo, y otra, en fin, se suma a Polonia y Rumanía para interceptar los misiles que podrían llegar en no se sabe qué futuro desde Irán o Corea del Norte. El argumento de que España estaba obligada a este alineamiento por ser la puerta de entrada geoestratégica al Mediterráneo, según sostuvo Zapatero tras la reunión de la OTAN en Bruselas, constituye una flagrante incongruencia con la misión que se asigna al escudo. Una incongruencia que dejaría de serlo si se confirmara otra en su lugar: la de que, en realidad, reforzar la presencia naval norteamericana en Rota tiene como trasfondo la inquietud ante el desarrollo de las revueltas árabes, no los hipotéticos misiles de Irán y Corea del Norte. Si esto fuera así, ¿piensa Zapatero que los países árabes que se han desembarazado de sus dictadores no se van a enterar o que lo percibirán como un gesto amistoso?
Una de las maldiciones de nuestro tiempo es la ebriedad conceptual a la que se han librado los expertos en materia exterior y de seguridad, ya sea a solas o arracimados en think-tanks. Es esa ebriedad la que, en la mayor parte de los casos, impide advertir que, por más que se declare defensiva, una poderosísima alianza militar que dedica su tiempo a elucubrar sobre enemigos futuros es necesariamente percibida como una amenaza por quienes no forman parte de ella. Mucho más si esa alianza adopta iniciativas como el "escudo antimisiles", cuya eficacia militar sigue siendo dudosa mientras que, por el contrario, sus consecuencias políticas y diplomáticas resultaron devastadoras desde que se pensó poner en práctica. Al margen de los efectos sobre el tímido desarme nuclear, un autócrata como Putin no podrá dar crédito a los regalos que sus rivales le hacen para reforzar su nacionalismo en vísperas de unas elecciones presidenciales a las que se presentará en flagrante fraude de la ya de por sí maltrecha Constitución rusa.
El Partido Popular ha saludado la decisión de Zapatero como un saludable descenso a la realidad. Pues arreglados estamos si incorporarse al "escudo antimisiles" es la realidad para el Partido Popular. Porque eso solo puede significar que, frente a la ideologizada política exterior y de seguridad de Zapatero, desentendida de los intereses nacionales, el Partido Popular defiende todavía la ideologizada política de Aznar, de sentido contrario a la de Zapatero, pero no menos desentendida de esos intereses. Donde uno ha puesto "paz", otro ponía "guerra contra el terror", pero ni uno ni otro han conseguido que España sea lo que fue con anterioridad y lo que debería seguir siendo: un aliado fiable y previsible, que no cambia de opinión según soplen los vientos de la historia, las elecciones o lo que sea.