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He estado dos horas viendo a García Gaztelu y a Irantzu Gallastegi. Dos horas separado por un par de metros y una mampara de cristal. He estado dos horas tratando de ver en ellos una brizna de humanidad, un deje de empatía, un leve rasgo de capacidad para ponerse en el lugar del infinito dolor provocado por ellos. No lo he encontrado. Mientras la madre de Miguel Ángel Blanco desgranaba algunos detalles del terror sufrido, cuando los de la Cruz Roja contaban cómo habían encontrado a Miguel Ángel Blanco -con las manos esposadas por detrás, moribundo, en medio de un charco de sangre-, cuando los ertzainas certificaban los detalles del crimen, cuando la hermana y la madre de Miguel Ángel Blanco actualizaban, una vez más, todos los pliegues de su sufrimiento, García Gaztelu e Irantzu Gallastegi se hacían arrumacos, ponían miradas de pasión, se hablaban al oído y teatralizaban todos sus gestos para que quedase claro que no les interesaba el dolor causado. Mientras los familiares de Miguel Ángel Blanco, y quienes les queremos, revivíamos el espanto, García Gaztelu e Irantzu Gallastegi tenían un vis a vis. Dos horas de animada charleta en medio de la sangre. García Gaztelu ha hecho de la muerte ajena un horario de oficina. Este individuo se levantaba por la mañana, se daba una ducha, cogía la pistola y se ponía a disparar. Ha cometido todos los asesinatos imaginables, en todos los formatos posibles. Disparó contra un Miguel Ángel Blanco descalzo, con las manos esposadas a la espalda, de rodillas. Le metió dos tiros en la cabeza, le dejó moribundo y luego vomitó. Disparó contra Fernando Múgica, después de mirarle a los ojos y certificar que era él, le encañonó por la nuca y disparó. Luego encañonó a su hijo José María y no le disparó de milagro. Asesinó también a José Luis Caso, en Irún; a Gregorio Ordóñez, en San Sebastián... Cambian los lugares y los nombres, se repite la palabra: asesinó. Me he preguntado demasiadas veces qué pasa por la cabeza de un sujeto capaz de matar a sangre fría a otro al que no conoce de nada y que no le ha hecho ningún mal. Sólo encuentro una respuesta: odio. Dosis oceánicas de odio y maldad. Txapote y Amaia se hablaban al oído, muy cerquita, tapándose la boca para que nadie pueda ni escucharles ni leerles los labios. Amaia tiene el pelo granate y juega con él, pulseras de colores vivos y lleva las cejas muy depiladas. Tiene una cara afilada en la que sólo algunas veces asoma la asesina. Txapote está cachas, lleva un anillo plateado en el dedo corazón de la mano izquierda, las uñas más cortas que las yemas y diversas pulseras de cuero. Hablan y hablan. Ella parece enamorada y él hace como que quiere controlar sus sentimientos. Es decir, los dos tienen sentimientos, pero qué sentimientos tienen, de los que carecemos la mayoría de los mortales. Entran otros etarras a declarar. Estos testigos esposados hacen esfuerzos que me parecen histriónicos por dejar claro que admiran al que consideran jefe. Su cara tiene un punto de impostura. Le saludan con demasiada euforia. Es esa alegría artificial que cultivan en la cárcel los que saben que, por mucho que aparenten, la prisión es un castigo intransferible que uno cumple solo y a pulso. Todos han dado detalles que han servido para inculpar a Gaztelu, pero éste les saluda como el jefe de la secta que es, como si no les guardara rencor y entendiera su debilidad ante el enemigo común que es la Policía. Irantzu está escuálida, pero tiene los brazos y los hombros trabajados por la gimnasia. Txapote también parece que se cuida. Tienen los dos ese punto narcisista del que se toma muy en serio a sí mismo y se pone solemne respecto de su misión en la historia. Irantzu llevó a Miguel Ángel Blanco hasta el coche cuando comenzó la tragedia de su secuestro, tortura y muerte. Txapote le pegó dos tiros a aquel joven indefenso. Le pegó dos tiros en la nuca, perfectamente consciente de que aquellos disparos tendrían una enorme repercusión mediática. El crimen como propaganda. El crimen como medio para alcanzar notoriedad. El crimen como una forma de prolongación del narcisismo enfermizo. Mato, luego existo. Trato de imaginar qué poso de tanto asesinato les quedará en la cabeza a los del vis a vis. Qué caras, qué expresiones guardarán en su memoria, si les vendrán a la cabeza o no los rictus de los asesinados. Quiero pensar que algún día puede que incluso sean conscientes de parte del daño que han causado. Ahora están en plena orgía sectaria, en pleno delirio criminal, pero el tiempo afecta incluso a los más malvados y no descarto que algún día les alcance también a ellos. Antes, otros no tan bestias como ellos han aplicado contra sí mismos parte de la violencia ejercida contra otros y se han acabado suicidando. Este juicio actualiza el dolor de las víctimas, recupera la barbarie de los criminales y se produce en un momento de esperanza, cautela y ruido. Creo que el problema del terrorismo puede tener solución, pero estos sujetos no tienen arreglo. Son killers, perfectamente conscientes de lo que hacen, pero de muy difícil recuperación como personas. Deberán estar en la cárcel, que es el lugar creado por las sociedades democráticas para protegerse de sujetos como éstos. Me sigue llamando la atención esa obsesión de los dos asesinos por dejar claro que no les interesa el dolor ajeno. Tanto arrumaco, tanta palabra al oído, tanta cercanía, tanta mirada cómplice, tanto desprecio, tiene algo de teatral, de impostado. Quizás es que quieren dejar claro que no les interesa nada el dolor ajeno como una forma implícita de reconocer que sus vidas están empantanadas por la sangre, el sufrimiento y el espanto producido. Tendrán tiempo en la cárcel para pensar sobre ello.
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