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Primo Levy, el testigo. Por Reyes Mate.

    1. Primo Levi es el testigo. Mientras estuvo en el Lager luchó no para sobrevivir sino para testimoniar. La experiencia del Lager cambió su vida. “Si yo no hubiese vivido el episodio de Auschwitz, probablemente nunca habría escrito”1. Después de la liberación del campo volvió, es verdad, a su oficio de químico, pero tomó la pluma y no para firmar proyectos industriales sino para llamar la atención sobre una “siniestra señal de peligro” que él conocía muy bien y a la que los demás podrían no dar importancia. Esa señal se llamaba Auschwitz.

Concienzudo como era, preparó su testimonio como mejor pudo en las duras condiciones del campo. Tomaba notas con el riesgo de su vida, a sabiendas de que la memoria podía luego jugarle malas pasadas. Cuando dice en el prólogo a Si esto es un hombre que “ningún dato ha sido inventado” hay que creerle. A Levi no hay manera de cogerle en un renuncio. Todo lo que ocurrió en el campo fue tan extremo que a veces se exagera pensando que todo vale. Pero precisamente por eso, porque todo es tan extremo, hay que ser escrupuloso con la verdad. Si se testifica tiene que ser con la verdad por delante y sin concesiones. “Nunca estuve en Birkenau antes de 1965” (Levi, 1987, p.201), dice para sorpresa de quienes falsamente identifican un campo de trabajo con uno de exterminio.

Habla pensando en el lector y en el oyente. No abusa de recursos retóricos, dosifica la información que transmite y se pone a la altura del lector. “Para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima... creo en la razón y en la discusión como supremos instrumentos de progreso y por ello antepongo la justicia al odio” (Levi, 1987, p.185).

Para expresar el horror no recurre al dramatismo de un Jean Améry, por ejemplo. Prefiere ser sobrio y consigue ser más eficaz. Cuando registra la cobardía de los deportados, incapaces de quitarse la gorra en señal de respeto por quien va a morir gritando “compañeros, yo seré el último”, escribe: “no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado... ya no quedan hombres fuertes entre nosotros. El último pende ahora sobre nuestras cabezas y para los demás pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera. Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue” (Levi, 1987, p.157).



2. Dimensión educativa del testimonio.

Levi da testimonio y reflexiona sobre lo que cuenta movido por una intencionalidad que no es meramente estética o literaria. No pretende hacer grandes revelaciones sino desentrañar el sentido de un acontecimiento que él interpreta “como una siniestra señal de peligro” (Levi, 1987, p.9). Auschwitz no se consumió en el campo polaco, sino que es una señal de peligro, de un peligro que amenaza a los contemporáneos del escritor, es decir, a nosotros. Hay en el escritor/testigo una intencionalidad educativa. Quiere hablarnos documentadamente del pasado para que nosotros aprendamos a descifrar el peligro que corremos.

Ahora que España ha honrado por fin sus compromisos internacionales introduciendo en primaria y secundaria “la educación del holocausto”, bien se puede decir que Levi satisface al programa educativo más exigente. Tenemos en él al testigo que relata en Si esto es un hombre; al testigo que reflexiona en Los hundidos y los salvados. Ahí están todos los temas que cabe plantearse en torno a Auschwitz. Sin olvidar al poeta que hace poesía teniendo presente el desafío de Adorno cuando se preguntaba si era posible la belleza del arte después del horror de Auschwitz.

Levi se hace escritor por exigencia del testimonio. Entendió que su testimonio sólo podía cristalizar en memoria colectiva si mediaba la escuela. Visitaba centros docentes, buscaba la comunicación con los jóvenes porque era consciente de que él y su generación pronto abandonarían este mundo y era necesario que nuevas generaciones tomaran el relevo, o mejor el testigo, como se dice en el lenguaje deportivo, para que hubiera memoria de las injusticias pasadas y por tanto siguiera viva la exigencia de justicia.

Esa preocupación se hace patente en los retratos que hace Levi de los niños. Habla de Hurbinek y su sobrina Emilia, hija de Aldo Levi de Milán, desaparecida en la noche que llegó a Auschwitz. Levi está contando que sobrevivir es un asunto de suerte:

“Entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban directamente a las cámaras de gas. Así murió la pequeña Emilia, de tres años de edad, tan evidente era a los ojos de los alemanes la necesidad histórica de matar a los hijos de los judíos... Era una niña curiosa, ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había consentido en sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la muerte” (Levi, 1987, p.21).

La pintora Sofía Gandarias, autora de una serie extraordinaria de cuadros sobre Primo Levi, se ha inspirado en la fotografía de la niña delante de una pared blanca para expresar poderosamente la inocencia de la víctima y su indefensión bajo símbolos del terror: la bota de la que mana sangre, el ojo nazi que convierte todo en campo, el reloj implacable que señala la hora de la muerte.

Pero será la historia de Hurbinek, un niño de tres años, los mismos que su sobrina Emilia, la que quede como ejemplo de la actitud pedagógica. Hurbinek es un niño huérfano, seguramente no judío (los niños judíos no eran admitidos en el Lager, sino asesinados al llegar), gitano o polaco, abandonado en aquel infierno sin nombre ni lenguaje, pero con el número de prisionero tatuado en su minúsculo antebrazo, enfermo y lisiado, sin haber conocido un árbol ni un lenguaje materno. “Nadie se había preocupado por enseñarle, pero la necesidad de la palabra brotaba con una fuerza explosiva”, dice Levi2.

Nadie se había preocupado de introducirle en el mundo salvo Henek, un joven y robusto húngaro de quince años que le arreglaba sus mantas, le llevaba de comer, le lavaba sin repugnancia y que le hablaba amorosamente su lengua, el húngaro.

Al cabo de una semana entre ellos, Hurbinek, reaccionando como ser humano al gesto humano del joven húngaro, dijo una palabra que en aquel Babel de lenguas nadie comprendió: “masskló”. Le faltó tiempo para hacerse comprender, sólo pudo balbucear su voluntad de comunicación. Hurbinek “murió en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no rescatado. No quedó nada de él. Él da testimonio a través de mis palabras”. Levi presta su voz a un ser abandonado, no para robarle la palabra, sino para hacerla elocuente: ese sonido indescifrable, “masskló”, señala el límite de nuestro lenguaje, incapaz de entender la hondura del sufrimiento que en él se esconde.

Muchos han visto en este relato la quintaesencia de la educación:




–Un niño, Hurbinek, que aparece entre los humanos totalmente desvalido.

–Henek, que no trata de engañar al niño como en La vida es bella.

–Sino que le reconoce como sujeto, por eso le habla en su lengua, el húngaro, aunque Hurbinek no le entienda. Es igual: la palabra que tú no comprendes, le viene a decir Henek a Hurbinek, es por mi parte reconocimiento de la humanidad que la vida te ha negado.

–Y Hurbinek termina por responder, aunque no se entienda lo que dice. No importa. Hay que aceptar el hecho de no entender la palabra del otro. Henek le da su dignidad al reconocerlo como sujeto y por esta misma razón no le dicta lo que debe responder3.




Si educar es querer hacer surgir una palabra en el otro que sea verdaderamente suya, yo no tengo por qué imponérsela.

El recorrido pedagógico por los campos sólo tiene un objetivo político, es decir, de presente: “evitar la más pequeña humillación del niño más pequeño”. Auschwitz es un proyecto demencial concebido por mentes enloquecidas, pero fue posible por la complicidad de muchas actitudes violentas. Contra ellas –contra el mito de la seguridad que genera actitudes de sometimiento al más fuerte, contra el prestigio educativo de la dureza y la indiferencia ante el sufrimiento, contra la manía de dar más importancia a las cosas que a las personas y contra las novatadas humillantes– se dirige esta evocación de la infancia asesinada en los campos de Auschwitz.




3. La definición del testimonio

Definir es poner límites, es decir, acotar el ámbito de validez de su palabra. Levi señala dos: la palabra del superviviente limita, en primer lugar, con el silencio del musulmán. Primo Levi se presenta como testigo de la verdad. Estamos muy acostumbrados a que, en un juicio, sean citados testigos por parte de la acusación y de la defensa. Su testimonio es capital para establecer la verdad de los hechos. Esto que es tan habitual en derecho, no lo es en filosofía ni tampoco en la ciencia. Para el científico o el filósofo, una sentencia es tanto más verdadera cuanto más responda a los hechos y menos a los sentimientos o afectos de las personas. Cuando hablamos de verdad pensamos en objetividad, en distancia de los sujetos. Nada contamina tanto la exposición de la verdad de un hecho histórico como los testimonios o las memorias de las personas. Habrá tanta más verdad cuanto menos subjetividad aparezca.

Por ahí no van las cosas según Primo Levi. Si queremos conocer la verdad de nuestro mundo o lo que sucedió en Auschwitz, o en qué consiste una política verdadera o una ética basada en la razón, o si queremos construir una teoría de la justicia, entonces tenemos que contar con algo tan subjetivo como los testimonios, es decir, con las experiencias de las personas.

Levi reconoce una autoridad al testigo a la hora de enunciar la verdad en cualquier orden que sea. ¿De dónde le viene esa autoridad ? No desde luego de que sepa más, ni de que sea mejor, sino sencillamente de que ha experimentado el lado oculto de la realidad, ese lado al que hasta ahora nadie daba importancia porque pensábamos que era una parte natural, inevitable e ineludible de la realidad: el sufrimiento. Un historiador del arte, un arqueólogo puede contar maravillas sobre las pirámides de Egipto. Valorará su novedad, el genio que las creó, los logros en técnica y arte que supuso su creación, pero sólo quien acarreó las piedras y levantó los sillares y vio cómo morían de agotamiento los que allí trabajaban, sólo ese tendrá la llave de la verdad de las pirámides.

El testigo de la verdad es el que apura el cáliz del sufrimiento. Ellos, los judíos, llamaban musulmanes a quienes tocaban fondo y no volvían, o volvían mudos. Dice Levi: “Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones o su habilidad no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos los musulmanes, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración hubiera podido tener un significado general”4. Los sobrevivientes son los que han escrito y han hablado, aquéllos, pues, mediante los cuales hemos sabido lo que ocurrió dentro, es decir, los que nos han dado los testimonios que conocemos. Pues bien, ellos no son los verdaderos testigos ya que por suerte, habilidad o astucia se evitaron apurar el cáliz del sufrimiento5. Eso fue, sin embargo, lo que sí tuvieron que experimentar un tipo determinado de prisioneros, los llamados musulmanes. Ésos han visto a la Gorgona, figura mítica provista de una horrible cara femenina que provocaba la muerte en quien la miraba. Quien ha visto a la Gorgona no vuelve para contarlo. Ésos son los verdaderos testigos.

El musulmán representa el último grado de deterioro físico y psíquico del ser humano. En los estudios realizados por Zdzislaw Ryn y Stanislaw Klodzinski sobre la evolución del prisionero hasta llegar a ese momento, distinguen una primera fase de adelgazamiento general, con astenia muscular y pérdida progresiva de energía, aunque sin daños psíquicos. Pero una vez que se ha perdido un tercio del peso, el aspecto físico cambia radicalmente, visible en la cara y en la piel que queda a merced de cualquier infección. En ese momento el enfermo se hace indiferente a la vida y a la muerte6. Llegados a ese punto de abandono “no poseía ya un resquicio de conciencia donde bien y mal, nobleza y vulgaridad, espiritualidad y no espiritualidad se pudieran confrontar. Era un cadáver ambulante, un haz de funciones físicas en su agonía”7. Un agotamiento del cuerpo que acarreaba la degradación moral pues el prisionero alcanzaba un grado de sufrimiento allende el cual “pierden todo su sentido (no sólo) categorías como dignidad y respeto, sino incluso la propia idea de un límite ético”8.

Primo Levi lo define con su precisión y sobriedad habitual: “Su vida es breve pero su número desmesurado; son ellos los müselmänner, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no-hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarles vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiados cansados para comprenderla”9.

Aceptaban su suerte porque todas sus fuerzas interiores estaban paralizadas o habían sido ya destruidas; indiferentes a la vida y a la muerte, como si el experimento de deshumanización no pudiera ir más lejos; despreciados por los verdugos a quienes su sola vista ofendía, evitados por los mismos prisioneros pues veían en ellos su propio fatal destino, eran vivos murientes o muertos vivientes que habían traspasado la frontera de la dignidad y del respeto de sí; un deshecho humano que quedaba fuera, según Jean Améry, de cualquier consideración ética o racional.

Primo Levi considera al musulmán, es decir, a ese desecho humano, insensible a la vida y a la muerte, que va mansamente, por su propio pie, hasta las llamas del horno crematorio sin necesidad de cámara de gas, “testigo integral”, un concepto harto paradójico. El “testigo integral” es el que realmente sabe pero no nos lo puede comunicar10. Ésa es la gran paradoja del testimonio: quien ha apurado la experiencia del campo no puede dar testimonio porque ha perdido la palabra al perder la vida o ha quedado mudo si aún vive.

Levi es, pues, consciente de los límites de su testimonio. Él puede hablar del Auschwitz que tenía lugar en el campo de trabajo llamado Buna Monowitz, donde gente como él, una fuerza cualificada de trabajo, penaban y morían de hambre, de agotamiento o de frío pero con un mendrugo más de pan, que era el límite fatal entre la vida y la muerte. Era un privilegiado, un “salvado”, dicho en su jerga, pero eso no podía significar que tuviera que callarse. Tenía que dar testimonio de lo que vio y vivió procurando, eso sí, que su palabra no ocultara el silencio de los que no podían hablar. La discreción de Levi responde al convencimiento de que su palabra debe remitir al silencio del que no puede hablar, pero consciente de que una cosa es guardar silencio, algo que él no puede, y otra guardar al silencio, que es lo que él debe. Valen para él las palabras que dedica a otra testigo, Liana Millu: “El autor aparece rara vez en primer plano: una mirada penetrante, una conciencia admirablemente atenta registran y transcriben en un lenguaje siempre digno y mesurado esos acontecimientos que, sin embargo, rebasan toda medida humana” 11 .

Levi pone un tope a la calidad de su testimonio. No puede desvelar toda la verdad, todo el horror vivido, porque ése es el secreto de los que han bajado al infierno y no han vuelto. Pero lo que dicen es vital para comprender lo que allí ocurrió y también para hacer elocuente el silencio de los que no pueden hablar.




4. comprender y conocer

Segundo límite del testimonio: no podemos comprender pero debemos conocer. Hay otro límite al conocimiento derivado no ya del comunicante sino del hecho mismo que se quiere comunicar. A él remite Levi con su habitual honestidad: “Quizá –dice– no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender es casi justificar... En el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá del propio fascismo. No podemos comprenderlo, pero podemos y debemos conocer [él dice comprender] dónde nace y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también” (Levi, 1987, p.208).

No podemos comprenderlo porque eso sería como justificarlo, pero debemos conocerlo. ¿Qué está queriendo decir? Entiende por “comprender” aducir causas que expliquen adecuadamente lo ocurrido o, más exactamente, que la explicación que demos del proyecto nazi detecte una causa final capaz de convencernos de que para conseguir ese objetivo había que poner en marcha toda esa fábrica de muerte. Al hablar de “causa final” estamos hablando de una explicación racional y moral, como compete a la razón práctica, de ahí que Primo Levi estime que comprender es justificar. Pero ¿qué racionalidad o moralidad puede haber en explicar el genocidio porque el pueblo judío era una raza inferior contaminante o que controlaba los hilos del poder en el mundo o que había llenado la vida de exigencias morales excesivas?

La incomprensividad del holocausto judío tiene que ver con su singularidad. Por supuesto que la humanidad ya había conocido muchos genocidios, pero ninguno es comparable por una razón: éste era, en la mente de los nazis, un proyecto de olvido. Nada debía quedar. Los cuerpos debían ser quemados, los huesos triturados y las cenizas aventadas en las corrientes de los ríos o transformadas en abonos de los campos. Ningún rastro físico del crimen para que la humanidad no pudiera recordar. Se buscaba el exterminio físico de un pueblo y también el exterminio moral, es decir, borrar de la conciencia de la humanidad la aportación del pueblo judío a la cultura del mundo. En eso es único y por eso hubo que crear una figura jurídica nueva que de alguna manera se hiciera cargo de la inmensidad del crimen. Así entró en el moderno derecho “el crimen contra la humanidad”.

Pero que no podamos comprenderlo no significa que no podamos y debamos hablar de ello. Podemos conocer cómo ocurrió y sacar consecuencias muy ilustrativas “para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana” (Levi, 1987, p.9).

Hubo, efectivamente, sagaces “avisadores del fuego” que supieron leer en su tiempo la catástrofe que se avecinaba, pero ni siquiera ellos pudieron pensar lo que ocurrió. Lo que ocurrió fue impensado e impensable, y cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da que pensar. Auschwitz es un laboratorio del mal y su importancia consiste en que ahí podemos descubrir aspectos del mal que actúan en otras muchas circunstancias pero disimuladamente. Auschwitz no rebaja la importancia de otros genocidios. Al contrario, pone de manifiesto toda su gravedad porque saca a la luz algo que siempre ha estado ahí y nunca le habíamos dado importancia: las víctimas. En Auschwitz las víctimas se hacen visibles y se convierten en piedra angular de la justicia humana y, por consiguiente, de una concepción moral de la política.




5. El significado de las víctimas

El testigo que él es es una víctima, de ahí la importancia de su palabra para adentrarnos en el significado de las víctimas.

La última tregua de ETA llenó las calles de manifestaciones protagonizadas por víctimas. Es innegable que las víctimas se han hecho visibles. Cierto es, sin embargo, que esa presencia está llena de confusión: las víctimas del terror aparecen divididas por razones políticas; de víctimas se habla en las filas de los victimarios que, como es sabido, dominan el discurso victimista, si por ello entendemos la utilización política de supuestos agravios cometidos a antepasados más bien míticos.

Para poner orden en este potente y confuso concepto de víctima, la referencia a Primo Levi puede ser esclarecedora.

a) Hay víctimas y hay verdugos. Hay una tendencia, bien manifiesta en muchas comisiones de la verdad y de la reconciliación, a pasar página invocando que todo el mundo tiene algo de qué arrepentirse o que qué hubiéramos hecho en sus circunstancias. Levi se rebela contra esa simplificación de los hechos. Por muy degradadas que hayan sido las víctimas; por más que aparentemente parezca que son cómplices del crimen, unos son víctimas y otros verdugos. Para explicar su tesis Levi se adentra por esa zona oscura en la que se difuminan las diferencias entre víctimas y verdugos. Me refiero a sus análisis de la “zona gris”, poblada por los judíos miembros de los Sonderkommandos, encargados de las labores más terribles del campo: preparar a los suyos para la muerte, conducirlos a las cámaras de gas, extraerles luego los dientes de oro, quemar sus cuerpos y tirar las cenizas. La conclusión de Levi es contundente: “No sé ni me interesa si en mis profundidades anida un asesino, pero sé que he sido una víctima inocente y que no he sido un asesino; sé que ha habido asesinos y no sólo en Alemania... y que confundirlos con sus víctimas es una enfermedad moral” (Levi, 1987, p.42).

¿Por qué una enfermedad moral? Porque el sufrimiento de la víctima es injusto mientras que el del verdugo no lo es. La víctima es inocente, por eso el daño que sufre es una injusticia. Confundir esos dos tipos de sufrimiento atenta a la esencia misma de la moral, por eso afirma que quien niegue esa diferencia es un enfermo moral.

Éste es un punto capital con el que no transige Primo Levi, por eso conviene detenerse en él. A este fino observador no ha escapado el interés que tenían los verdugos por borrar la diferencia. El “hombre nuevo” al que aspiraba el hitlerismo tenía como precio la deshumanización, un precio que, según el testimonio de Himmler, ellos pagaban gustosamente. Como contrapartida exigían la deshumanización de la víctima, y a ello se aplicaban con todas sus fuerzas. Levi ilustra esta estrategia nazi analizando un partido de fútbol entre los ss y miembros de un Sonderkommando junto a los hornos crematorios de Auschwitz.

John Huston estrenó en 1981 la película Evasion o victoria, interpretada por Sylvester Stallone, Michael Caine y el propio Pelé. La acción transcurre en el campo de concentración de Gensdorff. Un oficial nazi, entusiasta del fútbol, decide organizar un encuentro entre carceleros alemanes y prisioneros. Los prisioneros engatusan a los nazis, dejándose ganar en la primera parte para, durante el descanso, llevar a cabo la fuga prevista. Es una película. Ese partido tuvo lugar de hecho en Auschwitz. Da fe de ello Levi en Los hundidos y los salvados12, que se lo oyó contar a Miklos Nyiszli, un médico judío húngaro que trabajaba a las órdenes de Mengele. Fue un partido entre las ss que estaban de guardia en el crematorio y miembros de un Sonderkommando, encargados de las tareas más miserables. Por un momento olvidan su condición inhumana y se entregan a la pasión del juego, a la camaradería de la competición, a las bromas y chanzas del lance, a cruzar apuestas de igual a igual con sus verdugos.

Es un juego macabro pues en esa pérdida momentánea de su condición de víctima ven los verdugos el momento de máximo triunfo. Dice Levi: “Nada semejante ha ocurrido nunca, ni habría sido concebible, con las demás categorías de prisioneros, pero con ellos, con ‘los cuervos del crematorio’, las ss podían cruzar las armas, de igual a igual o casi. Detrás de este armisticio podemos leer una risa satánica: está consumado, lo hemos conseguido, no sois ya la otra raza, la antirraza, el mayor enemigo del Reich Milenario; ya no sois el pueblo que rechaza a los ídolos. Os hemos abrazado, corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros como nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos”, comenta Levi (Levi, 1989, p.48).

Los nazis festejan que el abismo moral que debe separar a víctimas y verdugos se desvanezca de repente. Unos y otros parecen hermanados en la misma iniquidad. Ahora bien, si eso fuera así, si los nazis hubieran conseguido borrar la diferencia entre el mal y el bien, si las víctimas acabaran interiorizando el punto de vista del verdugo, entonces habría que despedir al hombre que hemos conocido, la política sería la ley del más fuerte y Hitler tendría razón. Camus vio bien el peligro de ese partido de fútbol: “cuando desaparece la idea de inocencia en el inocente mismo, se impone definitivamente el diktat de la violencia (la valeur de puissance) en un mundo desesperado”13.

Esa partida, que según Agamben no ha terminado14, no la podemos perder pues lo que está en juego es la distinción entre víctimas y verdugos, entre mal y bien, es decir, está en juego la posibilidad de la ética. Es una partida difícil que vamos perdiendo porque seguimos pensando que podemos ser buenos mirando hacia otro lado, sea hurgando en nuestra conciencia o respetando principios que nosotros mismos nos damos. Para ganar hay que cambiar de táctica: tenemos que tener en cuenta al otro o, como dice Levi, tenemos que responder a “si esto es un hombre”. Si las víctimas están deshumanizadas, nosotros, espectadores lejanos, también. No hay más camino de humanización que hacernos cargo de la inhumanidad del otro.

Eso significa que no todo el que sufre es víctima. Sufrieron los nazis una vez derrotados, pero “esos sufrimientos suyos no son suficientes para incluirlos entre las víctimas” (Levi, 1987, p.43) porque no eran inocentes. Lo mismo cabe decir de los presos etarras o del sufrimiento de sus familiares: son sufrimientos derivados de una culpabilidad. Hay que tener mucho cuidado con la invocación del “sufrimiento plural” o la “equidistancia respecto a los sufrimientos”, porque eso lleva a afirmar que todos los sufrimientos son iguales y, al final, que todos “somos víctimas”, es decir, todos víctimas y verdugos.

b) Para hacer justicia a las víctimas hay que tener en cuenta los pliegues del daño, es decir, las distintas injusticias que se concitan en la producción de víctimas.

Para entender los pliegues del daño conviene tener en cuenta que los nazis no están interesados sólo en matar sino en expulsar antes al judío de la condición humana, en degradarle. Hay que distinguir entre el daño físico (muerte, tortura, hambre, trabajos agotadores, etcétera) y otro daño que trasciende lo físico y alcanza la dignidad y la ciudadanía, es decir, cuestiona la pertenencia a una comunidad política y a la condición humana.

El daño físico inferido a la persona del deportado es el más visible porque es el primero que salta a la vista. Quisiera llamar la atención sobre el daño meta-físico. A él se refiere Jean Améry, “compañero de barraca” de Primo Levi: “con el primer golpe... cae lo que nosotros llamamos provisionalmente la confianza en el mundo... Aquel que ha sido sometido a la tortura es desde entonces incapaz de sentirse en casa en el mundo. El ultraje del aniquilamiento es imborrable... Haber visto a su prójimo volverse contra él engendra un sentimiento de horror para siempre incrustado en el hombre torturado” (Améry, 2001, p.90). Ese daño es indeleble y eso podría explicar el suicidio de Jean Améry o del propio Levi.

Pero antes de llegar ahí, ¿qué sentido podían tener las humillaciones y crueldades con gente que iba a morir? Antel-me esboza la respuesta: “Era necesario que fuéramos totalmente despreciables. Eso era vital para ellos... tenían que degradarnos”15 Y Levi avanza una primera razón: “Antes de morir la víctima debe ser degradada con el fin de que el asesino sienta menos el peso de su falta... es la única utilidad de la violencia inútil” (Levi, 1989, p.108). Había que degradarlos para calmar la mala conciencia del verdugo. No es lo mismo matar a un insecto o a un ser humano reducido a esa condición, que a otro semejante a la apariencia que ellos tienen.

Pero hay más. Lo que se busca con esa degradación es expulsar al deportado de la comunidad política y también de la condición humana. Podemos interpretar este atentado a la dignidad como una negación del carácter ciudadano de la víctima. Se le está diciendo que no forma parte de la comunidad política, que carece de la condición de ciudadano.

Este doble daño (físico y meta-físico) conviene tenerlo muy presente a la hora de hablar de memoria de las víctimas. Si queremos que esa memoria sea algo más que recuerdo de lo que pasó, es decir, si entendemos la memoria de las víctimas como afirmación de una injusticia cometida, entonces hacer memoria es hacer justicia, y eso significa reparar el daño personal y también reconocer su carácter ciudadano. Memoria es reparación de lo reparable y reconocimiento de su ser ciudadano.

¿Qué significa el reconocimiento de la ciudadanía a seres humanos declarados y tratados como in-humanos? Significa entender que no podemos pensar ya la política con exclusiones; que no podemos aceptar una lógica política que produzca víctimas. En una palabra, que no podemos hacer política con violencia, cualquiera que ésta sea. Cuando Levi dice que él quiere dar testimonio ante nosotros es para ayudarnos a detectar lo que hay de violencia larvada en nuestra lógica política.

Estas reflexiones deberían acabar con las simplezas que tanto abundan en el debate español sobre historia y memoria. El empeño de muchos en reducir la memoria a un asunto privado y sentimental, privando a la memoria de su valor político y cognitivo, se cae por su base en este preciso momento: la memoria no es recuerdo subjetivo de cómo este o aquel individuo vivió un acontecimiento, Auschwitz por ejemplo, sino la proyección de esa experiencia sobre el presente. Esa proyección quiere ser pública porque afecta a la “condición humana” o a los “peligros presentes”, como dice Levi.

Debería quedar claro de una vez que la “memoria histórica” no es la evocación de cómo le fue a cada cual en la Guerra Civil o en la posguerra, sino poner sobre la mesa de nuestra reflexión política una violencia pasada sobre cuyo olvido se ha construido el presente. Si queremos cancelar ese pasado, si queremos una política que no marche sobre nuevas víctimas, tenemos que asumir como propia la responsabilidad histórica, el hacerles justicia.

c) En esta reflexión sobre el significado de las víctimas hay un tercer factor que no debemos perder de vista: lo realmente significativo no son sus ideas ni sus creencias, ni siquiera su conducta, sino el hecho objetivo de padecer violencia siendo inocente.

Levi es de un crudo realismo cuando reconoce que “los compañeros en desventura... salvo en casos excepcionales, no eran solidarios: se encontraba uno con incontables mónadas selladas, y entre ellas una lucha desesperada, oculta, continua” (Levi, 1987, p.33). Y más adelante: “Es ingenuo, absurdo e históricamente falso creer que un sistema infernal, como era el nacionalsocialismo, convierta en santos a sus víctimas; por el contrario, las degrada, las asimila a él, tanto más cuanto más vulnerables sean ellas, vacías, privadas de un esqueleto moral o político” (Levi, 1987, p.35). “Los salvados de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al bien, los portadores de un mensaje; cuanto yo había visto y vivido me demostraba precisamente lo contrario. Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los colaboradores de la “zona gris”, los espías. No era una regla segura... pero era una regla. Yo me sentía inocente, pero enrolado entre los salvados, y por lo mismo en busca permanente de una justificación, ante mí y ante los demás. Sobrevivían los peores, es decir, los más aptos; los mejores han muerto todos” (Levi, 1987, pp.71-72).

Pero eso no empece a su significación de víctimas: seres inocentes objetos de violencia. Esto es importante a la hora de hablar de justicia de las víctimas. No se debe confundir la “justicia de las víctimas” con la idea de que sean las víctimas las que decidan la política sobre el terrorismo, sino que la política que se haga tenga como centro de gravedad una política que se haga cargo de los daños que se ha hecho a las víctimas, es decir, una política que sea reparación, reconocimiento y reconciliación.




6. justicia y memoria y "suerte ética"

Quisiera detenerme en dos cuestiones de la máxima actualidad: la relación entre justicia y memoria y la “suerte ética”.

a) Justicia y memoria.

Primo Levi responde a unos jóvenes deseosos de hacer algo: “los jueces sois vosotros” ( Levi, 1987, p.185), un encargo extraño porque ¿qué justicia puede impartir el lector?

Sólo se me ocurre una explicación: sin testigo no hay constancia de la injusticia y por tanto, sin testigos no hay justicia. La generación de testigos directos se está acabando y si queremos que haya constancia de las injusticias pasadas, es necesario que alguien recoja el testigo que los testigos dejarán el día que mueran. Eso es lo que pide Levi al lector: memoria de la injusticia como condición de la justicia.

Pero ¿de qué justicia estamos hablando? No de una justicia divina, porque eso implicaría considerar como asunto de la justicia devolver la vida a un asesinado. Estamos hablando de una justicia terrenal y, más exactamente, de una justicia política, es decir, de un modo justo de hacer política o, si se prefiere, de una política basada en la justicia.

Para poder hablar de política justa la política tendría que empezar por hacerse memoria para hacer presente las injusticias pasadas. Esto es de la mayor importancia para una teoría política y no sólo para una ética con sentido de la responsabilidad histórica. Expliquemos bien este punto. Hacer presente y hacerse cargo de las injusticias cometidas por nuestros abuelos o a nuestros abuelos es una exigencia ética que parece comprensible si desplegamos el sentido de la solidaridad no sólo hacia adelante sino también hacia atrás. Pero es sobre todo capital para una comprensión moral de la política actual, porque gracias a esa memoria podemos comprender sobre qué bases está construido nuestro presente: una historia sembrada de víctimas, decisiones violentas, lecturas triunfalistas de la historia, olvidos imperdonables y memorias manipuladas. Si queremos que la política actual, la que nosotros estamos haciendo, no se base en la violencia ni la reproduzca, entonces tenemos que cambiar de lógica política, no podemos continuar la trayectoria recibida porque eso significa caminar sobre nuevas injusticias.

El lector convertido en testigo, si quiere ser consecuente, tendrá que proclamar la vigencia de una injusticia pasada, proclamación que se substanciará en ese doble gesto de responsabilidad hacia el pasado y cambio de lógica presente.

b) La “suerte ética”.

Los testimonios coinciden en señalar que sobrevivir físicamente era cuestión de suerte. Semprún: “Sobrevivir no era una cuestión de mérito, era una cuestión de suerte. O de mala suerte, según las opiniones de cada cual. Vivir dependía de cómo habían caído los dados, de nada más. Eso es lo que, por lo demás, significa la palabra ‘suerte’. Los dados me habían sido favorables, eso era todo”16. Lo mismo Levi: “entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a la cámara de gas” (Levi, 1987, pp.20-21).

Pero Levi va más lejos. Para sobrevivir moralmente también hacía falta suerte17. Dice Levi: “Muchísimos han sido los caminos imaginados y seguidos por nosotros para no morir: tantos como son los caracteres humanos. Todos suponen una lucha extenuadora de cada uno contra todos, y muchos, una suma no pequeña de aberraciones y de compromisos. El sobrevivir sin haber renunciado a nada del mundo moral propio no ha sido concedido, si exceptuamos aquellos casos en los que la fortuna ha intervenido de una manera directa y poderosa, más que a poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires y de los santos” (Levi, 1987, pp.98-99).

Su suerte se llamaba Lorenzo, el obrero italiano que durante seis meses le proporcionó pan y sopa sin nada a cambio: “Es a Lorenzo a quien le debo el estar todavía vivo a día de hoy, no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan simple y tan fácil de ser bueno, que existía todavía, fuera del nuestro, un mundo justo”. Gracias a la bondad de Lorenzo “valía la pena conservarse vivo... Es a Lorenzo a quien le debo el no haber olvidado que yo era un hombre” (Levi, 1987, pp.129).

¿Qué significa exactamente eso de la “suerte ética”? ¿En qué sentido el encuentro con Lorenzo le salvó de la degradación moral? No desde luego porque el albañil Lorenzo fuera un maestro socrático que le obligara a un curso sobre virtudes a cambio del pan que recibía gratis.

Para entenderlo recordemos que estamos hablando en y desde el Lager, un lugar del ultraje y de la degradación moral en el que la dignidad era posible sólo hasta un determinado momento de sufrimiento a partir del cual era impensable. Wiesel lo dice de una manera muy elocuente: “Los santos son los que mueren antes del final”18.

Esta situación obliga a cuestionar la idea tan asumida de que el fundamento de la ética moderna es la dignidad, porque si en Auschwitz no hay dignidad o condenamos al deportado a la inmoralidad o nos lo pensamos de otra manera. Ese fundamento moral hay que desplazarlo más bien hacia la víctima degradada. Si nos fijamos bien lo que sale de la víctima es una pregunta, una vieja pregunta: “si esto es un hombre”, que dice el poema que da título al libro de Levi, o “¿no son éstos acaso hombres?”, que decía Antón Montesinos a modo de protesta por el trato de los conquistadores españoles a los indios. Luc Nancy ha tematizado esta pregunta bajo el término “ecceitas”, que toma su nombre de otro episodio en el que el sufrimiento de un inocente se convierte en interpelación: Ecce Homo19.

La “ecceitas” muestra al hombre desprovisto de todos sus atributos, como puro objeto a disposición no de un sujeto sino de una orden. El contenido de la “ecceitas” sería un ahí, entendido como abandono, un espacio sin sujeto que puede tener dos destinos: a) ser ocupado por el poder que impone una orden o b) ser entendido como la condición histórica del ser humano, esa pobreza o desnudez que demanda acogida para su realización. La “ecceitas” sería una forma histórica o historizada de la alteridad levinasiana.

La ética consistiría entonces en responder de esa inhumanidad que se nos pone delante. La actitud ética a la altura del campo consiste en hacerse cargo de la inhumanidad del otro. En esa responsabilidad humanitaria nos constituimos en sujetos morales.

El talón de Aquiles de este planteamiento es que la ética derivada de la “ecceitas” nos afecta a nosotros, a los “prójimos”, a los que estamos fuera del campo, no al de dentro. Por eso hay que preguntarse qué significa ser sujeto moral al caído, al deportado, a Levi. Porque hasta ahora sólo aparece –valga la paradoja– como sujeto de la inhumanidad. Quien vive la ignominia queda tocado en su humanidad, de ahí la inhumanidad en la que se encuentra.

Es aquí donde aparece la “suerte ética”. Levi salva su dignidad gracias al gesto humanitario de Lorenzo. Es Lorenzo el que le permite encontrarse con la humanidad, es decir,

-Que nuestro gesto de responsabilidad no sólo nos “beneficia” a nosotros, al constituirnos en sujetos morales.

-Sino también a la propia víctima, que como en el caso de Levi con Lorenzo le reconcilia con la condición humana.

Que Levi llame a esto “suerte” denota hasta qué punto la humanidad es algo extraño no sólo al interior del campo, sino al mundo exterior al campo. Si hubiera fuera del campo más gestos humanos como los de Lorenzo, muchos más habrían salvado su dignidad de seres humanos.




7. El suicidio del sobreviviente

“El ultraje del aniquilamiento es imborrable” había escrito Jean Améry. Aunque Levi no cesaba de decir, de acuerdo con Améry, que la ofensa es incurable, él parecía curado, pero no era así: murió de una enfermedad contraída cuarenta y tres años antes llamada Auschwitz. Como el decía, su vida antes y después de Auschwitz estaban “en blanco y negro”, pero Auschwitz “en tecnicolor”20. Cayó por el hueco del ascensor en su casa de Turín un 11 de abril de 1987.

Del suicidio había hablado él, como Kertesz, como Semprún. Decía que en el Lager pocos se suicidaban porque la inminencia constante de la muerte no deja tiempo “para concentrarse en la idea de la muerte”. El morir era tan familiar que no había posibilidad de vivir la muerte. Para suicidarse hay que estar libre.

En Los hundidos y los salvados habla del suicidio de Améry y pasa deprisa diciendo que para éste como para cualquier otro suicidio “hay una multitud de explicaciones”, pero comenta los suicidios fuera del Lager y habla del sentimiento de una falta cometida por sobrevivir. La vergüenza del sobreviviente que se incrusta en uno “como un gusano: no se la ve desde el exterior, pero carcome”. Bruno Bettelheim, otro superviviente, señala que las ganas de vivir que se cultivan en el campo para dar testimonio pierden esta razón de ser después de la liberación. ¿Que por qué? Puede ser que porque todo lo que tenían que decir está dicho. En unas conversaciones con Giovanne Tesio Levi “lamentaba ya no tener más que decir”. Pero también porque “el espectáculo del sufrimiento y de la muerte de las personas se vuelve intolerable” (Bettelheim). Intolerable porque es la prueba de que su sufrimiento en el campo es inútil. La historia sigue con la misma lógica. De nada han servido sus testimonios. Al contrario, hasta ellos mismos han sido devorados por esa lógica implacable. Es terrible su reencuentro con Lorenzo: “Bebía para salir del mundo. El mundo, él lo había visto, no le quería. Murió en el hospital en soledad. Él, que no era un deportado, murió del mal de los deportados”21.

Sofía Gandarias cierra el conjunto de su obra sobre Levi con una pintura que le representa cubierto por una tela de araña, una pesadilla que atormentó efectivamente a Levi en sus últimos años. Es también una forma de llamar la atención sobre el olvido que amenaza a pasados peligrosos. Si eso ocurriera quedaríamos a merced del panóptico nazi que disputa a la mirada de Levi la iluminación del campo de visión. O vemos el mundo con los ojos del testigo o con los del verdugo. La tela de araña que ensombrece la mirada penetrante de Primo Levi es un aviso del olvido que amenaza incluso a nuestra forma de recordar. ~







1 Primo Levi (1987), Si esto es un hombre, Muchnik, Barcelona, p.210. Recomendable para un estudio sobre Primo Levi y problemas relacionados con la educación después de Auschwitz es J.F. Forges, Educar contra Auschwitz, Anthropos, 2006, pp.197-223.

2 P. Levi (1988), La tregua, Muchnik, Barcelona, pp.21-22.

3 Ver el comentario en J.F. Forges, 2006, p.208.

4 Primo Levi (1989), Los hundidos y los salvados, Muchnik Editores, Barcelona, 73.

5 Declaraciones de Paul Steinberg al diario El País, 2 de octubre de 1999. Steinberg es el duro “Henri”, descrito por P. Levi en Si esto es un hombre, autor de Crónicas del mundo oscuro, Montesinos, Barcelona, 1999. Jean Améry se aplica con particular crudeza a desmitificar al superviviente: “En Auschwitz no nos hemos hecho más sabios... tampoco en el campo hemos llegado a ser más profundos... ni siquiera nos hemos hecho mejores, más humanos, más filántrópicos, ni más maduros moralmente... Del campo salimos desnudos, expoliados, vacíos, desorientados, y tuvo que pasar mucho tiempo antes de que reaprendiéramos el lenguaje cotidiano de la libertad”, Améry, 2000, p.79.

6 Citado por Philippe Mesnard y Claude Kahan, Giorgio Agamben à l’épreuve d’Auschwitz, Editions Kime, Paris, 2001, p.45.

7 J. Amèry, Más allá de la culpa y de la expiación, Pre-textos, Valencia, 2001, p.63.

8 G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Pretextos, Valencia, 2000, p.64.

9 P. Levi, Si esto es un hombre, Muchnik, Barcelona, 1988, p.96. Poco antes ha escrito en una nota al pie de página: “con el término musulmán, ignoro por qué razón, los veteranos del campo designaban a los débiles, los ineptos, los destinados a la selección”, p.94.

10 El relato quizá más sobrecogedor del musulmán lo ofrece Trudi Birger, Ante el fuego. Una memoria del Holocausto, Aguilar, Madrid, 2000, p.115.

11 Prólogo de Levi a Liana Millu, La fumée de Birkenau, Le Cerf, Paris, 1993, pp.7-8.

12 Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Muchnik, 1989, p.46.

13 Albert Camus, L’homme revolté, Gallimard, París, 1951, p.22.

14 “Pero ese partido no ha acabado nunca, es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca. Representa la cifra perfecta y eterna de la ‘zona gris’, que no entiende de tiempo y está en todas partes”, en G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Pretextos, 2000, p.25.

15 Antelme, R., L’espèce humaine, Gallimard, París, 1957, p.105.

16 Jorge Semprún, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1995, p.156.

17 Hay que agradecer al libro de J.M. González La diosa fortuna. Metamorfosis de una metáfora política, Machado Libros, Madrid, 2006, la atención al costado moral de la fortuna, particularmente pp. 468-493.

18 Elie Wiesel, Le Jour, Seuil, París, 1961, p.57. Por supuesto que hubo excepciones: la amistad de Jean el Pikolo, de sus amigos franceses Charles y Arthur. Ha inmortalizado a su amigo Alberto y ha recordado al bueno de Lorenzo. Pero lo que domina, lo normal, es la eficacia de la tarea de deshumanización llevada a cabo por los nazis.

19 J.L. Nancy, L’imperatif catégorique, Flammarion, París, 1983.

20 Myriam Anissimov, Primo Levi, p.480

21 Primo Levi, en el cuento “La vuelta de Lorenzo”, en Lilith, pp.78-79