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LOS LIMITES DE LA TOLERANCIA

    La tolerancia es la disposición cívica a convivir armoniosamente con personas de creencias diferentes y aun opuestas a las nuestras, así como con hábitos sociales o costumbres que no compartimos. La tolerancia no es mera indiferencia sino que implica en muchas ocasiones soportar lo que nos disgusta: por supuesto, ser tolerante no impide formular críticas razonadas ni obliga a silenciar nuestra forma de pensar para no “herir” a quienes piensan de otro modo. La tolerancia es de doble dirección, es decir que el precio de no prohibir o impedir la conducta del prójimo tiene como contrapartida que éste se resigne a objeciones o bromas de quienes tienen preferencias distintas. Por supuesto, la cortesía recomienda en muchos casos moderación pero es una opción voluntaria, no una obligación legal. Ser tolerante no exige ser universalmente adquiescente. Además, lo que siempre debe ser respetado son las personas, no sus opiniones o sus comportamientos.

Por supuesto, la tolerancia exige un marco compartido de instituciones que deben ser acatadas por todos: quien las niega o las hostiliza está negando también su propio derecho a ser tolerado. Uno de los pilares de la tolerancia es delimitar lo que la compromete -es decir, denunciar tanto la intolerancia como lo intolerable- y combatirlo democráticamente. El escritor sueco Lars Gustafsson lo ha resumido bien: “La tolerancia de la intolerancia produce intolerancia. La intolerancia de la intolerancia produce tolerancia”. O sea que, por ejemplo, autorizar con subterfugios legales la presencia electoral de partidos políticos que apoyan o excusan el terrorismo (como acaba de hacerse en el País Vasco, prolongando la disparatada política gubernamental de Zapatero hacia el nacionalismo radical vasco) es garantizar y fomentar la intransigencia de los violentos, no desanimarla. Por otra parte, disfrutar de las ventajas de la tolerancia pública impone también a cada cual renunciar a ejercer formas de intolerancia privada. El exceso de susceptibilidad de ciertos grupos organizados como auténticos lobbys es una nueva forma de intolerancia en nombre de una “tolerancia” que no admite críticas adversas. Así, por ejemplo, convertir en “fobias” (islamofobia, cristianofobia, homofobia, catalanofobia y por ahí seguido), o sea en una especie de enfermedad, cualquier comentario desaprobador que se les dirige. Decretar que el discrepante es una especie de enfermo social es una de las más antiguas prácticas totalitarias…

En el terreno religioso, la tolerancia democrática es reconocer el derecho de cada cual a practicar creencias religiosas de su elección, mientras ese culto no viole las leyes civiles (en caso de colisión, siempre deben predominar éstas); pero ese derecho individual no puede nunca convertirse en un deber para nadie ni desde luego para la comunidad en su conjunto. Ninguna autoridad religiosa puede aspirar a convertirse en una especie de tribunal superior que juzgue qué leyes deben ser aceptadas y cuáles rechazadas, es decir, que pretenda convertir los “pecados” según su creencia en “delitos” para todo a través del Código Penal. Conviene no olvidar tampoco que el rechazo de creencias en lo sobrenatural (en nombre de la verdad o la razón, por ejemplo) también debe ser una postura religiosa defendida y protegida por la ley. Lucrecio, Voltaire, Freud y Nietzsche son figuras de la historia de las religiones, tanto como San Agustín o el cardenal Newman.

Ser tolerante no es ser débil sino ser lo suficientemente fuerte y estar lo suficientemente seguro de las propias elecciones como para convivir sin escándalo ni sobresalto con lo diverso, siempre que se atenga a las leyes. Lo que realmente se opone a la tolerancia es el fanatismo, propio muchas veces no de los más convencidos sino de quienes pretenden acallar sus propias dudas cerrando la boca y maniatando a los demás. Como bien dijo Nietzsche, “el fanatismo es la única fuerza de voluntad de la que son capaces los débiles”. Las sociedades más intolerantes son aquellas que por lo general se desmoronan con mayor facilidad en cuanto se autoriza en su seno expresar la disidencia que rompe con la uniformidad establecida.