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Rumanos. Texto de Sami Naïr.

    Vivimos en una época de unificación de los usos y costumbres, de identificación con unos mismos tópicos, pero también al mismo tiempo en una época de confrontaciones y contradicciones que a veces son muy difíciles de superar.

Los flujos migratorios encarnan de manera emblemática este proceso; los inmigrantes son a la vez efectos de esta globalización anárquica y causas de encuentros o desencuentros identitarios. Son seres humanos. Viven en propia carne las contradicciones de la historia presente.

De ahí, las actitudes de la sociedad de acogida: el Estado intenta regular los flujos migratorios por medio de leyes democráticas; la sociedad civil acoge a los inmigrantes con solidaridad pero también con rechazo; el mercado del trabajo gestiona la vida de todos despiadadamente y todos son embarcados en un movimiento histórico difícilmente controlable y a menudo incoherente.

Es así. En este proceso, aparecen siempre grupos humanos que encarnan, por razones siempre objetivas, todas estas contradicciones. Y, más aun, se encuentran en el ojo del huracán, volviéndose objeto de todas las recriminaciones, de los tópicos más bárbaros. En resumidas cuentas, convirtiéndose en el chivo expiatorio de los temores, de la incomprensión, del enfado de partes importantes de la sociedad.

Esta situación es, desgraciadamente, la de los rumanos hoy en día en Europa. Les toca
jugar el papel de la «mala inmigración». A ellos se les atribuyen todos los defectos; a ellos se les culpa, de manera generalizada, de la inseguridad, de los robos; a ellos se les mira con temor, desconfianza.

Hoy, tanto en España como en el resto de Europa, la palabra «rumano» se convierte en sinónimo de amenaza. Aún más: en vez de entrar seriamente en el asunto, analizando de qué se trata objetiva y concretamente, a veces son los mismos rumanos quienes culpan a una parte de su propia ciudadanía de esa distorsión de imagen, mostrando a los «gitanos» como los culpables reales de su rechazo.

Así, frente a los problemas provocados en Italia por los inmigrantes que pertenecen a la comunidad gitana, un ministro rumano ha propuesto la «creación de un Estado gitano en un desierto», para expulsar ahí a todos los gitanos. Esa propuesta, además de ser estúpida, demuestra que la barbarie sigue ocupando los palacios del poder político en Rumania.

Pero, ¿de que se trata en la práctica?
De hecho, la apertura de las fronteras ha arrojado a los caminos de la emigración a poblaciones enteras de los países del Este, que se dirigen hacia los países occidentales de Europa: Italia, Francia, España, Portugal, Grecia. Los rumanos son los últimos en entrar en este proceso de manera masiva, antes de que lo hagan, mañana, los ucranios, moldavos etc.

Rumania es uno de los más pobres y de los más poblados entre los países del Este. Tiene por lo tanto una cuenca migratoria importante. Su población es heterogénea, y los gitanos (como ayer los judíos) siempre fueron discriminados de manera muy dura en el país. En la época del «socialismo», los gitanos eran marginados y despreciados; hoy, en la época del ultracapitalismo liberal en este país (con la ayuda de la Unión Europea), son olvidados, temidos y a la vez son incentivados a emigrar tanto por el mercado que les rechaza como por las autoridades públicas.

«¡Que se vayan!» es más o menos el lema dominante en partes importantes de la sociedad rumana. Es una tragedia, porque, al no estar integrados en su propio país de origen, no van a aceptar fácilmente las reglas del juego vigentes cuando emigran a países más desarrollados. Cuando llegan a países donde las diferencias de vida son enormes, el consumismo desenfrenado, las oportunidades de conseguir bienes infinitas y la libertad total, algunos pocos se dedican a los robos y provocan agresiones, enfrentamientos, inseguridad. Otros, más numerosos, actúan en los lugares públicos con sus orquestas, llenando nuestras calles con su magnifica música: lo hacen pidiendo pacíficamente, siempre con la sonrisa, una recompensa por su labor.

¿Quién no ha visto a estos rumanos corriendo de un lugar a otro con sus trompetas, sus tambores, sus guitarras, sus bajos, sus acordeones Por lo demás, la inmensa mayoría de los rumanos son trabajadores honestos, serios, eficaces, que se agarran a sus oficios y lo hacen además con sueldos de miseria. Aprenden el idioma, hacen el doloroso esfuerzo de compartir los usos y costumbres de nuestras sociedades. Son gente respetable, digna y se merecen lo mejor del sentimiento de hospitalidad por nuestra parte.

Entonces, ¿qué hacer?
Hay dos actitudes imprescindibles para no generalizar en todos los «rumanos» el comportamiento delictivo de unos pocos: actuar en el marco de la ley, castigando justamente a los responsables de los delitos, y hacerlo con firmeza; y, en segundo lugar, prevenir los efectos negativos de las migraciones descontroladas, creando foros de encuentros en las ciudades entre los propios migrantes, asociándolos a la lucha por la seguridad común, implicándolos en proyectos pedagógicos para el conocimiento de la ciudadanía; se trata de favorecer, en todos los casos, el diálogo social y cultural.

Es obviamente una tarea a largo plazo, pero preferible a la estigmatización arbitraria y la exclusión injusta. Hoy son los rumanos los que sufren la mirada distorsionada. Hoy y mañana serán los marroquíes, los sudamericanos, los asiáticos, los «subsaharianos», los diferentes.

Por favor, empecemos por no generalizar y aprendamos a ver en todos ellos seres humanos. Es lo menos que podemos hacer frente a esa globalización que nos pone todos y cada uno en competencia frente y, a veces, en contra del otro.

Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas y experto en migraciones.