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Giulio Tinessa (sociólogo y experto en migraciones). Diagonal( 20.03-2.04.08)
Desde hace ya algunos años, la relación entre inmigración, delincuencia y sistema penal es un tema muy debatido y controvertido de la agenda política europea. Sin embargo, en momentos de plena campaña electoral como la vivida en el Estado español hace unas semanas, hemos escuchado una lectura superficial de las cifras que se manejan, sobre todo cuando se relaciona el número de inmigrantes entre rejas con la población inmigrante en general para reforzar el estereotipo de su “peligrosidad social”.
En las cárceles españolas hay alrededor de 68.000 personas reclusas, de las cuales el 36% son inmigrantes, cuando estos últimos constituyen poco más del 10% de la población total, proporción que se repite en casi todos los países de Europa occidental. ¿Significa eso que los recién llegados son más peligrosos? Varios estudios sobre las causas de esta sobrerrepresentación ofrecen una lectura alternativa.
La casi totalidad de los delitos cometidos por extranjeros está relacionada con el tráfico de drogas en pequeña escala y con los hurtos, acciones vinculadas más a una situación de precariedad social y económica que a una supuesta subcultura violenta o a un modelo cultural retrasado. Dicho de otra manera, no se puede demostrar ninguna tendencia a delinquir relacionada con el fenómeno migratorio, por el contrario es evidente el carácter instrumental de estos delitos, ante la necesidad de encontrar los medios de subsistencia negados por el mercado de trabajo, y más en general, por una regulación de corte básicamente represiva de la inmigración. Lejos de la imagen mediática y política de una cárcel repleta de asesinos y violadores “extranjeros”, la realidad es más cercana a la prisión como lugar de aislamiento y de condena de los que son empujados al margen de la vida económica y social. Y esta inestabilidad marca toda la experiencia carcelaria de los inmigrantes.
La imposibilidad de pagar una defensa de calidad, junto a hipotéticos indicios de poder eludir la justicia, hacen que los juicios se vuelvan una acción mecánica y rutinaria, en la cual no se está juzgando sólo el delito, si no una serie de variables socio-económicas. No extraña, entonces, que la tasa de las personas extranjeras en condición de preventivo sea más del doble de la población autóctona, llegando hasta extremos de dos años de cárcel sin que se haya celebrado el juicio, y que las condenas sean más largas sobre todo en el caso de inmigrantes irregulares.
Dentro de las cárceles
En el interior del ámbito carcelario, la situación se hace todavía más dramática: desamparo, falta de información y asesoramiento sobre los procedimientos penales, imposibilidad de reivindicar las prestaciones a las cuales tiene derecho cada recluso, necesidad de actuar como un “buen inmigrante preso” para lograr los beneficios que los funcionarios penitenciarios conceden a su total discreción: son estos los aspectos destacados por las investigaciones realizadas en el interior de los penitenciarios. A eso, hay que añadir una explotación de la fuerza laboral extranjera: debido a la falta de recursos económicos, los inmigrantes tienden a monopolizar los llamados “destinos de pago”, trabajos en el interior de la prisión que van hasta las diez horas laborales cotidianas por un sueldo que pocas veces supera los 400 euros por mes.
Por otro lado, la oferta formativa y profesional de la institución penitenciaria, o sea cursos de idioma y talleres profesionales, es caracterizada por una permanente falta de recursos y por la baja capacitación laboral, ya que casi el 90% del presupuesto penitenciario se gasta en tareas de seguridad. Y tampoco resulta ser de gran utilidad para la inserción laboral de los inmigrantes, puesto que todos los títulos eventualmente obtenidos llevan el sello de la prisión, juntando de tal manera el estigma todavía muy difuso que acompaña a los ex presos con la condición de inmigrante.
En el momento de salir de la cárcel, es cuando la situación se vuelve paradójica: aparte de la orden de expulsión que automáticamente se otorga a los extranjeros condenados y que sólo en muy pocos casos se hace efectiva, al salir de la cárcel los inmigrantes, no pueden, según la Ley de Extranjería, obtener permiso de residencia o trabajo justamente por tener antecedentes penales y hasta que estos últimos no se hayan prescrito. Eso significa reproducir aquellas causas que, en la mayoría de los casos, han llevado a los inmigrantes a caer en la “tentación” del delito, obligándoles a una invisibilidad que les deja pocas alternativas para cumplir con su proyecto migratorio y perpetrando, de esta manera, el círculo vicioso entre precariedad socio-económica y sistema penal.
Así se construye el mito de la peligrosidad social de los inmigrantes y se manifiesta la voluntad, por parte de los aparatos políticos, económicos y sociales de luchar contra pobres y minorías, de encerrarles donde no se les pueda ver y donde no puedan perturbar el orden social constituido, y no actuando contra la pobreza. Un ladrillo más en la edificación de la Europa fortaleza.
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