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¿QUÉ HACEMOS CON LA VIOLENCIA MACHISTA?

    Se trata de una violencia calculada, asentada, legitimada por el sistema patriarcal, cuyo objeto es el de mantener a la mujer en una relación de subalternidad y discriminación. Las víctimas de malos tratos, violaciones, mutilaciones genitales, agresiones psicológicas y económicas, miles de asesinadas, víctimas de una intolerancia criminal de naturaleza sexista, recuerdan a nuestras sociedades una causa pendiente en la historia de la convivencia humana, el combate sempiterno por la dignidad, respeto, igualdad y libertad de la mitad de la población mundial. Las mujeres no solo sufren desigualdad respecto al hombre, viven una opresión milenaria y sacrifican su independencia y autonomía, padeciendo a lo largo de la historia que se atentara contra su dignidad y su integridad en silencio, bien públicamente o en la privacidad familiar.

Cuando conocemos los escalofriantes sucesos que acabaron con la vida de centenares de mujeres en los últimos años en nuestro país, algunas de ellas inmoladas al fuego, tras denuncia en juzgados y en medios de comunicación; cuando tomamos conciencia de los ataques, letales o no, en presencia de hijos, familiares o compañeros de trabajo; cuando escuchamos el grito de ayuda, el reclamo de solidaridad dirigido a esta sociedad establecida, moderna y democrática que suscribe los Derechos Humanos, nuestro raciocinio se resiente al tener que soportar alegaciones machistas sobre la exageración de las víctimas, sobre el masoquismo o merecimiento del castigo o ante la ausencia de salida a un problema del que siempre se dice que podría ser aún peor.

La violencia hacia la mujer no es obra de locos, afectados por el alcohol o las drogas. El hombre violento sabe lo que hace y por qué lo hace, le va bien y de momento le funciona, busca coherencia en su justificación y quiere dar crédito a sus amenazas. La fuerza y la violación de los derechos son su herramienta para mantener a la mujer en subalternidad, negarle autonomía y libertad, consciente de la dificultad que tiene su víctima de probar y soportar una situación que de forma cotidiana se da en el hogar.

El panorama en nuestro país es desolador. Según datos vertidos en la II Conferencia Internacional sobre Violencia contra las Mujeres celebrada en Madrid, la erradicación de esta lacra social no avanza. En el 2001 en España, 25.000 mujeres denunciaron agresiones de sus esposos o compañeros a la policía o a los juzgados. Si en 1998 fueron asesinadas 47 mujeres, el año pasado fueron 70, y este año el crimen machista sigue creciendo y van 37 víctimas mortales, casi a dos asesinatos por semana. Es la punta sangrienta de un iceberg en el que hay que situar cientos de miles de mujeres maltratadas cuya mayoría ni siquiera se atreve a denunciar el drama que viven.

Ellas son las víctimas y ante los agresores, un Estado de Derecho indolente e incapaz de poner fin a un terror que se ceba, como siempre, con las mas débiles. Se las invita a denunciar pero la deficiente protección de las mujeres que sufren malos tratos se refleja en que los jueces deniegan 8 de cada 10 medidas protectoras solicitadas. Incluso el Consejo del Poder Judicial admite que una de cada cuatro mujeres agredidas habían denunciado antes los malos tratos. Víctimas, como Alicia Aristregui que denunció a su ex-marido hasta 20 veces en los últimos tres meses por agresiones y vejaciones, hasta que fue asesinada a puñaladas por la espalda.

Entonces ¿qué hacemos? Todavía se sigue dando escasa credibilidad a las víctimas, pues son delitos que se cometen sin testigos; los operadores jurídicos siguen sin considerar el tremendo riesgo de las denunciantes, olvidando que el 80% de los maltratadores reinciden en su violencia; se minusvaloran las agresiones considerándolas en su mayoría faltas, no delitos, y además no se les facilita la asistencia gratuita de un abogado. Nadie parece entender el terror de las víctimas a denunciar a un agresor al que la ley ampara para que siga viviendo en muchos casos en la misma casa, o incluso con una ineficaz orden de alejamiento que no evita su quebranto.

En este contexto de fracaso en la erradicación de la violencia contra la mujer, a alguien como José Bono, presidente de Castilla-La Mancha, se le ocurre publicar, con autorización de las víctimas, las sentencias que inculpan a los maltratadores, que son públicas, desvelando el nombre de los agresores, y aquí sí, la Agencia de Protección de Datos con toda celeridad, en contraste con la lentitud burocrática que padecen las víctimas, inicia una investigación sobre la legalidad de la iniciativa ante lo que consideran “poner en la picota social”a los agresores condenados.

Pero en toda labor sincera de erradicación de la violencia hay que tener en consideración lo que hace mas fuerte al agresor y mas débil a la víctima. La experiencia nos demuestra, en todo contexto, que el anonimato junto a la impunidad y la indiferencia social han sido siempre los mejores aliados de la violencia. Así que si de verdad queremos avanzar contra esta lacra hay que desvelar quienes son los sujetos violentos, al igual que se hace con los terroristas, con la aquiescencia de Protección de Datos, hay que sancionar severamente el maltrato y no minusvalorarlo, puede ser el síntoma de una agresión mayor que acabe en un asesinato, y hay que desterrar la indiferencia ejerciendo una solidaridad activa que llegue a donde inmoralmente no llegan las instituciones.

Es preciso que los poderes públicos arbitren medidas que garanticen la tutela efectiva de los derechos de las víctimas y el castigo de los culpables. Es necesario cuestionar en la educación y en los medios de comunicación los conceptos tradicionales de masculinidad para evitar que los modelos que originan violencia se sigan reproduciendo. Es urgente impulsar planes de actuación contra la violencia doméstica, alejar al agresor del domicilio conyugal, prestar protección policial y judicial a las víctimas, agilizar trámites para procedimientos de nulidad, separación y divorcio,..pero sobre todo, es preciso responsabilizarnos todos de acabar con el silencio y la resignación que nos hace cómplices de una intolerancia que degrada a la humanidad. Cada vez que matan a una mujer, nos matan a todos un poco y nos recuerda la vileza cainita de quien con su mutismo contribuye a que todo siga igual.


Esteban Ibarra.
Presidente del Movimiento contra la Intolerancia.