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ETA, la costumbre de odiar. Por José maría Guelbenzu. El País.

    

Imaginemos una noche de diciembre de 1973. Zona norte de Madrid. Dos jóvenes se despiden de sus anfitriones en el portal. Entre las bromas, una frase: "No os creáis nada de lo que diga la prensa mañana". Una frase genérica de complicidad antifranquista sin más trascendencia. A la mañana siguiente, al escuchar la radio, la frase adquiere una certeza cegadora: el almirante Carrero Blanco ha muerto en un atentado que se atribuye a ETA. Más tarde, las fotografías de los dos jóvenes con quienes cenaron la noche anterior figuran, junto a las de otros cuatro, en las portadas de todos los periódicos de la capital. Semejante escena podría haber sido la del comienzo de un proceso de conciencia que ha durado casi 40 años, en el que la simpatía inicial de algunos hacia ETA derivó hacia un rechazo cada vez más firme, el que ayer volvió a manifestarse tras el bárbaro ataque contra la casa cuartel de Burgos.

El atentado contra Carrero fue un acto más de venganza (en concreto por la muerte de Eustaquio Mendizábal, Txikia) y no una calculada operación contra la continuidad del régimen de Franco, lo mismo que sucedió con el siniestro jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa, Melitón Manzanas, muerto para vengar a Txabi Etxebarrieta. Posiblemente, los terroristas fueron los últimos en darse cuenta de la trascendencia del atentado.

En aquel momento, en la oposición había empatía y miedo. Pero de pronto las cosas se precipitaron. En 1974, el atentado de la cafetería Rolando sume a los antifranquistas en el desconcierto: son 12 muertos y 80 heridos, todos civiles; hay indicios que permiten pensar en una provocación de la derecha dura, pero también están mezclados radicales de izquierda en contacto con ETA. Esta intromisión de iluminados causa verdadera desolación. Hay que volver a pensar. En 1978, el Batallón Vasco-Español se atribuye la muerte en atentado de José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, un ideólogo marxista de gran importancia en la reestructuración de ETA; es una venganza por la muerte del almirante Carrero. La dinámica acción-reacción se dispara y los milis inician un camino sin retorno.

La progresiva degeneración de la lucha armada convierte a ETA en lo que el honorable Tarradellas calificó de "un cáncer". El proceso canceroso va mostrando, cada vez más, los síntomas de la enfermedad: en 1976, dividida la banda entre ETA político-militar y ETA militar, desaparece Eduardo Moreno Bergareche, Pertur, jefe de los polimilis, presumiblemente asesinado por una escisión de estos últimos denominada Comandos Bereziak, que se unirán a los milis. La estrategia militar sustituye definitivamente en el seno de ETA a la lógica política. En 1980 se alcanza el año más sangriento: 100 muertos.

El salto cualitativo se producirá al año siguiente, cuando ETA asesine a José María Ryan, ingeniero-jefe de la central nuclear de Lemóniz. Es un crimen que modifica el campo de acción y de intenciones: ahora es la lógica del chantaje de corte mafioso -hasta entonces practicada sólo por dinero- que salta la última barrera y convierte a los que a sí mismos se llaman gudaris en una organización criminal pura y dura. Una gran parte de la izquierda abre al fin los ojos y se atreve a mirar la cruda realidad. La imagen de la lucha por los derechos del pueblo vasco se hace añicos.

"¿Cómo voy a apoyar a una HB convertida en payaso de un militarismo de corte fascista? ¿Cómo me voy a identificar con dirigentes que lo único que saben hacer es aplaudir los atentados de ETA y pedir más muertos?". Son palabras del diario de la primera mujer que llegó a la jefatura de ETA: Dolores González Catarain, Yoyes. Al salir de la organización -algo imperdonable-, logró que Txomin Iturbe, considerado máximo dirigente de ETA durante 10 años, le prometiera que, en lo que estuviera en su mano, procuraría evitar que le sucediese nada. El 10 de septiembre de 1986 caía abatida por los disparos de un sicario delante de su hijo de tres años. Iturbe fue deportado de Francia a Gabón dos meses antes y murió en accidente en Argelia en 1987.

A partir de la muerte de Yoyes ya no queda un rastro de piedad en la organización, sólo crueldad, porque toda barrera moral ha sido abolida. Tampoco queda rastro de lucha por la causa vasca que sólo se mantiene como coartada: es la hora del terror. ETA se ha convertido en el enemigo de todos.

Año 1987. Un atentado contra el centro comercial Hipercor causa 21 muertos en Barcelona. No hay ni siquiera selección de objetivos. Es la barbarie. El año 1996 se atenta contra uno de los hombres más sabios y justos que ha dado este país: Francisco Tomás y Valiente, figura democrática de excepcional valor. Incomprensible. En 1997 se produce la liberación del funcionario de prisiones Ortega Lara, secuestrado durante 532 días en un cubículo inmundo. Lo más abominable es que, estando ya la Guardia Civil en el lugar del secuestro, los secuestradores, a sabiendas de que a Ortega le quedan sólo horas de vida, se niegan a revelar el punto exacto del escondite. Ocho días más tarde, con chulería de matones, en un acto de venganza de una maldad inaudita, secuestran y ejecutan a Miguel Ángel Blanco. Ya no cabe más abyección en nombre de "la causa".

Toda la opinión pública española, aun la de la izquierda más reticente y salvo las excepciones radicales y antisistema de rigor, aborrece a ETA. Si hasta un momento se creyó que la de ETA era una lucha equivocada por una causa que fue buena en origen, a partir de las evidencias de crueldad, ensañamiento y prácticas mafiosas, la condescendencia se desvanece y la realidad se impone. Hay una frase que lo dice todo sobre la cerrazón patriótica y que es un compendio de sabiduría mostrenca: "Unos (ETA) tienen que agitar el árbol para que otros (los verdaderos vascos) recojan las nueces". Esa cínica visión, cerrada y autárquica, viene a dar, bien es verdad que en diferente medida, una especie de cobertura moral a todo el espectro nacionalista, desde los conservadores hasta la izquierda marxista. De ahí procede (incluso a su pesar) la idea de inevitabilidad, que en la práctica se formula así: no es que se deseen muertes, es que en el contexto actual, las muertes son inevitables. Asumir lo inevitable justifica el "mirar hacia otro lado", permite "entender" lo que está pasando y ayuda a "descargar las culpas" sobre los que históricamente oprimen a Euskal Herria.

Los nacionalismos tienden a inventarse su propia historia: un acto de involución consentido y repetido como un mantra. Ahí está el caldo de cultivo de una educación en el odio, en la negación de la realidad y el rechazo al distinto. Esta visión etnocentrista domina la vida política vasca mientras el caldero bulle bajo el cuidado de quienes se consideran los guardianes del caserío. En el extremo de esa expresión de odio se encuentran ETA y los vivas a ETA, pero ¿quiénes son los verdaderos responsables de la enseñanza y extensión de ese odio? ¿de convertirlo en costumbre?

Cuenta un amigo que en una ikastola, a la vista de una bandera, comenzó un abucheo e imprecaciones de los alumnos por ser española; lo curioso del caso es que era una bandera alemana. Y mi amigo comentó: "Yo creo que no es que no les guste España sino que a todo lo que no les gusta lo llaman español".

Demasiada gente en Euskadi se ha acostumbrado a odiar. ¿Qué se puede esperar de generaciones educadas en el odio? No ha habido nación sobre la tierra que se haya hecho grande edificando su identidad sobre el odio. La Arcadia feliz y la costumbre de odiar contienen cada una el germen de la degeneración; juntas, son una bomba de relojería. Pero no todo son malos augurios: la valerosa actitud de Aralar o la decisión del Tribunal de Estrasburgo sobre la disolución de Batasuna alimentan la esperanza.


El País. 30.07.09