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Hoy hace 34 años que se perpetraron los últimos fusilamientos del franquismo: dos miembros de ETA (que entonces era otra cosa muy distinta) y tres del FRAP. Los primeros, en Burgos y Barcelona; los segundos, en Hoyo de Manzanares, donde el cometido fue llevado a cabo por tres pelotones de 10 guardias civiles o policías, todos voluntarios. El mundo se opuso, pero el viejo no hizo caso a nadie: ni a su hermano Nicolás, ni al papa Pablo VI, ni al primer ministro sueco Olof Palme, ni al presidente mexicano Echevarría, ni a personalidades de los cinco continentes.
Como las protestas fueron ecuménicas, Franco organizó una gran concentración en la plaza de Oriente y logró repetir con voz agonizante (moriría un mes más tarde) la obsesión de su dictadura: "Todas las protestas obedecen a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista". Por lo que sea, se olvidó de los judíos el pequeño general.
Recuerdo un Madrid consternado aquellos días. Hubo rabia y gritos, pero sobre todo mucha tristeza. Unos días antes, Luis Eduardo Aute compuso desde su rincón de Jorge Juan la canción Al alba, dedicada a los cinco condenados. Para burlar la censura, convirtió la protesta en un bello poema de amor que enseguida grabó Rosa León. En la actualidad, es uno de los temas infaltables en cualquiera de los conciertos de Aute. Los fusilamientos, al fin, no fueron al alba. En Hoyo, el macabro ritual comenzó a las 9.10 y se remató a las 10.05. La memoria histórica está a la vuelta de la esquina.
El Pais. Ricardo Cantalapiedra. 27.09.09
INTERVIU
La familia de uno de los fusilados pide justicia
• El 27 de septiembre de 2005 se cumplen 30 años de los últimos fusilamientos de la dictadura, el último gran acontecimiento negro del franquismo. Pasados tres decenios, la ejecución de cinco presos del FRAP y ETA sigue viva en la memoria de los familiares de los ajusticiados.
19/09/05 Será la primera efeméride negra del franquismo este año. En Barcelona, Vigo, el País Vasco y Madrid habrá actos conmemorativos de los últimos fusilamientos del franquismo. Estarán presentes varios familiares de las víctimas, algunos de los cuales continúan reivindicando la anulación de los juicios. El 27 de septiembre de 1975 a Francisco Franco le quedaban sólo dos meses de vida, pero decidió abandonar el poder del mismo modo que había llegado a él y se echó cinco muertos más a la espalda.
En Barcelona, fue ejecutado Juan Paredes Manot, Txiqui, de 21 años, y en Burgos, Ángel Otaegui, de 33. Ambos, acusados de pertenecer a ETA. En Hoyo de Manzanares (Madrid), José Luis Sánchez Bravo, de 22 años, Ramón García Sanz, de 27, y José Humberto Baena Alonso, de 24, miembros del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP). Las condenas a muerte, dictadas por tribunales militares, estaban decididas de antemano. Ni el clamor internacional pudo pararlas.
Treinta años después, Estrella Alonso Soto, madre de José Humberto Baena, con el permanente apoyo y la tenacidad de su hija Flor, continúa peleando para conseguir la revisión y anulación de aquellos juicios. Intentó primero ante los tribunales ordinarios que se la tenga por parte en la causa que se siguió contra su hijo y le dieran vista de las actuaciones. Recibió una negativa. Recurrió en amparo al Tribunal Constitucional, que se negó a admitir a trámite su demanda. Estrella Alonso tiene recurrida esa decisión ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El Constitucional decidió no admitir a trámite la demanda considerando que “la Constitución no tiene efectos retroactivos, por lo que no cabe intentar enjuiciar los actos de poder producidos antes de su entrada en vigor”. En una resolución dictada por el presidente Manuel Jiménez de Parga y los magistrados Javier Delgado y Roberto GarcíaCalvo, se explica que cae fuera de las competencias del Tribunal “contrastar con las normas, valores y principios garantizados por la Constitución actos de poder público, como la dramática ejecución de una condena a muerte, que pertenece a la Historia de España anterior a su entrada en vigor”.
Doris Benegas, abogada de la familia Baena, asegura que ha sufrido un sinfín de trabas en esta demanda: “Para recuperar la copia, incompleta, del Consejo de Guerra tuve que recorrer todos los tribunales imaginables. Los documentos están tirados por cualquier sitio y se han perdido muchos, pero todavía te impiden hacer fotocopias”. En muchos ámbitos parece no haber transcurrido tres décadas desde la muerte del dictador. En aquel trágico final de septiembre de 1975, Franco se vio más aislado del mundo que nunca. Las cinco condenas a muerte provocaron manifestaciones de rechazo por toda Europa: movilizaciones masivas en Italia, el asalto y la quema de la embajada española en Lisboa, grandes concentraciones en Estocolmo encabezadas por el primer ministro Olof Palme, y también en Oslo, con el presidente Uro Kekonen, al frente. Alemania, Gran Bretaña, Dinamarca, Holanda y otros 13 países llamaron a consultas a sus embajadores en Madrid. El presidente de México, Luis Echevarría, pidió la convocatoria del Consejo de Seguridad de la ONU para suspender a España como miembro de la organización. Pablo VI solicitó clemencia, pero Franco tampoco quiso atender la llamada de la máxima autoridad católica. Ives Montand y Costa Gavras presentaron en un hotel de la madrileña plaza de España un manifiesto contra las condenas, firmado, entre otros, por Jean Paul Sartre, Louis Aragon y André Malraux, y ambos cineastas fueron expulsados de España.
Los cadáveres de los tres miembros del FRAP fusilados fueron enterrados, la misma mañana de las ejecuciones, en Hoyo de Manzanares. Posteriormente, los restos de Sánchez Bravo serían trasladado a Murcia, y los de Ramón García Sanz, después de varios años, al cementerio civil de Madrid, donde descansan hoy. El fotógrafo Gustavo Catalán Deus aún recuerda con nitidez la tensa escena que se vivió en el cementerio, con los cuerpos de los ejecutados todavía calientes: “Las tres fosas estaban ya excavadas y apilaron los féretros sobre los montículos de tierra recién vaciada. Como las cajas quedaron inclinadas, empezó a correr la sangre por las esquinas. Había militares, policías, abogados y algún familiar. La tensión era enorme. Allí se habían congregado muchos miembros de la Brigada Político Social, desde el famoso comisario Yagüe a ‘Billy El Niño’. Se habían puesto corbatas de colores chillones para la ocasión”.
Las ejecuciones se produjeron en un marco político muy crispado, con el dictador en la inexorable pendiente final hacia el Valle de los Caídos. Sus estertores provocaban un terrible nerviosismo entre los cabecillas y la base social del régimen. Para descabezar el movimiento más radical y violento de oposición a la dictadura, los franquistas decidieron dar un escarmiento ejemplar. Entre el 28 de agosto y el 19 de septiembre se celebraron cuatro consejos de guerra sumarísimos para condenar a muerte a los supuestos responsables de otros tantos atentados contra miembros de las fuerzas de orden público. Fueron las muertes del cabo del Servicio de Información de la Guardia Civil Gregorio Posadas Zurrón, en Azpeitia, el 3 de abril de 1974; del policía Ovidio Díaz López, en el atraco a un banco en Barcelona, el 6 de junio de 1975; del policía armado Lucio Rodríguez, en la madrileña calle de Alenza, el 14 de julio de 1975, y del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose Rodríguez, en Carabanchel, el 16 de agosto. Los primeros asesinatos se le atribuyeron a ETA y los otros dos al FRAP. Las únicas pruebas que hubo para condenar a los acusados fueron sus propias declaraciones ante la policía y la Guardia Civil. Todos denunciaron haber sufrido torturas. El equipo policial encargado de la operación estaba dirigido por el comisario Roberto Conesa, y su lugarteniente era Juan Antonio González Pacheco, alias Billy El Niño.
A los detenidos se les aplicó con carácter retroactivo el Decreto Ley Antiterrorista aprobado el 22 de agosto, durante un Consejo de ministros presidido por Fran Franco en su residencia veraniega del Pazo de Meirás. La norma fue promulgada para aplicársela a ellos. Uno de sus artículos prorrogaba el plazo de detención en dependencias policiales de 3 a 5 días, y hasta a 19 días con autorización judicial, lo que ofrecía aún más facilidades para la policía en los interrogatorios. También se abría la posibilidad de celebrar juicios sumarísimos, en 24 horas, contra civiles.
Defensa imposible
El primero de ellos, en el Regimiento de Artillería de Campaña 63 de Burgos, fue el juicio contra José Antonio Garmendia Artola y Ángel Otaegui Etxebarria. El primero estaba acusado de la muerte del cabo Posadas, y Otaegui de “colaboración necesaria”, por haber acogido a etarras que huían de la persecución policial. Durante su detención, Garmendia recibió varios balazos. Caído en el suelo, un guardia intentó rematarle de un tiro en la cabeza, pero logró sobrevivir tras una operación de la que salió, tras varias semanas de coma, muy disminuido física y mentalmente. No obstante, le sometieron a varios interrogatorios. Como ni siquiera podía firmar, le obligaron a imprimir su huella dactilar en una declaración redactada previamente, en la que también inculpaba a Ángel Otaegui. Los testigos no reconocieron a Garmendia; los médicos y las enfermeras invalidaron la supuesta confesión que le arrancó la policía. Aun así, fue condenado a muerte, lo mismo que Otaegui, quien no intervino en los hechos ni militaba en ETA. El Gobierno tenía decidido que hubiera al menos un fusilado por cada atentado. A Garmendia no se le podía ejecutar en esas condiciones, así que le tocó cubrir su hueco a Otaegui. Uno de los observadores internacionales que acudieron a aquel Consejo de guerra, la jurista suiza Elisabeth ZieglerMûller, enviada por la Federación Internacional de los Derechos del Hombre, dio a conocer a la opinión pública internacional un informe que acababa diciendo: “Garmendia ha sido condenado únicamente sobre la base de confesiones que había hecho cuando se encontraba en el hospital en estado grave. No existe ninguna prueba material contra él. El procedimiento inquisitorial continúa existiendo en asuntos penales. Todo acusado que comparece ante un Tribunal es condenado”.
En las dependencias militares de El Goloso, cerca de Madrid, se celebraron dos juicios sumarísimos contra militantes del FRAP. “A las siete de la tarde se nos había entregado una copia parcial del sumario y nos dijeron que a la una de la madrugada tenían que estar las conclusiones de la defensa en el Gobierno Militar –rememora el abogado Juan Aguirre–. Sólo sabíamos que un grupo de personas iba a ser juzgado la mañana siguiente por un tribunal militar designado a dedo y con una ley excepcional ad hoc que privaba de derechos a todas las defensas”. “Durante el juicio pedí la palabra y fui expulsado de la sala. Después, todos mis compañeros –continúa Aguirre–. Fuimos sacados, violentamente, por un grupo de policías de paisano, pistola en mano. Un capitán del Ejército, al frente de varios policías militares, con absoluta serenidad, apartó a los energúmenos, nos escoltó hasta fuera del cuartel e impidió que salieran detrás”.
En el último momento, el Gobierno decidió incluir entre los condenados a Paredes Manot, acusado de participar en un atraco a una sucursal del Banco Santander en Barcelona durante el cual resultó muerto un policía. El gobernador civil de la Ciudad Condal era el veterano miembro del SEU franquista Rodolfo Martín Villa. Ningún testigo fue capaz de reconocer a Txiqui, pese a un detalle físico que no podía dejar lugar a la duda: medía sólo 1,52 metros. El tribunal empezó a verse cada vez más apremiado desde arriba y necesitaba un veredicto rápido. Los inculpados en los otros tres juicios sumarísimos ya habían sido condenados y sólo se esperaba que concluyera ése para fijar la fecha de las ejecuciones.
El abogado de Paredes Manot, Marc Palmés, pidió la anulación de todo el proceso porque se estaba aplicando el decreto ley sobre el terrorismo al enjuiciamiento de unos hechos ocurridos más de dos meses antes de que la norma entrara en vigor. Y denunció numerosas irregularidades en el procedimiento. Pero Txiqui fue condenado a muerte. En total, 11 detenidos sufrieron condena a la pena capital.
Sin clemencia
Mientras tanto, proseguían las gestiones para evitar los fusilamientos. Joaquín Ruiz Giménez, que había sido embajador en el Vaticano, envió un mensaje a Pablo VI. El propio hermano de Franco, Nicolás, le escribió pidiéndole que reconsiderara su decisión. La madre de Otaegui, María, visitó al cardenal Jubany, al obispo Iniesta y, en un último y agónico intento, al cardenal Vicente Enrique Tarancón. El Consejo de Ministros del viernes 26 de septiembre conmutó la pena de muerte a seis de los condenados por la de 30 años de reclusión.
La gaditana Concha Tristán, embarazada, consiguió el dictamen salvador del prestigioso ginecólogo Ángel Sopeña, que también certificó el inexistente estado de gestación de María Jesús Dasca. Además, se salvaron del pelotón de fusilamiento el periodista Manuel Blanco Chivite, Vladimiro Fernández Tovar, Manuel Cañaveras de Gracia y José Antonio Garmendia. A las 8 de la tarde del mismo día, el ministro de Información y Turismo, León Herrera y Esteban, anunció que cinco condenas a muerte se ejecutarían al amanecer del día siguiente. Esa noche, José Humberto Baena escribió desde la cárcel de Carabanchel la última carta a su familia: “Papá, mamá: Me ejecutarán mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero pero que la vida sigue. Cuando me fusilen mañana pediré que no me tapen los ojos, para ver la muerte de frente. Que mi muerte sea la última que dicte un tribunal militar. Ese era mi deseo. Pero tengo la seguridad de que habrá muchos más. ¡Mala suerte! Una semana más y cumpliría 25 años. Muero joven pero estoy contento y convencido”.
Al alba
Silvia Carretero, recluida en la cárcel de Yeserías, estaba casada con José Luis Sánchez Bravo y eso le permitió permanecer algunas horas junto a él durante la última noche. Con barrotes por medio y sin poder rozarse siquiera. Estaba embarazada de varios meses. “Las torturas y el miedo no se olvidan, pero ya han pasado –asegura Silvia ahora–. Me alegro de que me detuvieran porque, gracias a eso, pude estar con Luis su última noche”. A los tres condenados del FRAP no les dejaron estar juntos ni un instante. Ramón García Sanz agotó las últimas horas solo. Huérfano desde niño, el único familiar que tenía era un hermano paralítico. Txiqui pasó la noche en la cárcel Modelo de Barcelona. Le acompañaron su hermano Mikel y los abogados Magda Oranich y Marc Palmés. “Se mantuvo muy tranquilo toda la noche, sabiendo ya que lo iban a fusilar –recuerda Oranich–. Sólo tenía miedo a que lo ejecutaran con garrote vil. Un año y medio antes se lo habían aplicado a Puig Antic y por la Modelo corría el rumor de que no había funcionado a la primera”. La madre de Otaegui, hijo único, sólo pudo estar con él 15 minutos. El condenado pasó la noche bebiendo coñac con varios funcionarios de la prisión. A Txiqui lo fusilaron junto al cementerio de Collserola, en las afueras de Barcelona. “Aunque era pequeñito, le veíamos bien en la distancia, porque le habían situado sobre un montículo”, relata Magda Oranich en el mismo lugar donde se produjo el fusilamiento. Aún hoy se puede ver el árbol junto al que los guardias civiles instalaron el trípode donde lo ataron para ejecutarle. “Sobresalía por encima de la hilera formada por los guardias. Eran voluntarios del Servicio de Información, con barba y melenas. Se habían vestido de uniforme, con el tricornio, y la imagen que ofrecían era grotesca y brutal. Eran seis guardias y llevaban dos balas cada uno. Las empezaron a disparar de una en una, con saña”. Otaegui, fue fusilado sin testigos, a las nueve menos veinte de la mañana, en la prisión de Burgos.
En Hoyo de Manzanares, consumaron los fusilamientos tres pelotones compuestos cada uno por diez guardias civiles o policías, un sargento y un teniente, todos voluntarios. A la 9.10, los policías fusilaron a Ramón García Sanz y, al cabo de 20 minutos, a José Luis Sánchez Bravo. Después, los guardias civiles dispararon contra Baena. A las 10.05 todo había concluido. No pudo asistir a los fusilamientos ningún familiar de los condenados, pese a ser “ejecución pública”, según la ley.
La Guardia Civil impidió la entrada al campo de tiro a periodistas, abogados y familiares. Un coronel del Ejército quiso dejarlos pasar, para que quedara acreditado que sólo disparaban policías y guardias civiles, y no soldados. Pero un teniente coronel de la Guardia Civil, de inferior rango, impuso su mando. El único civil que presenció las ejecuciones fue el párroco de Hoyo de Manzanares, don Alejandro. Durante estos años, siempre ha rechazado relatar lo que vio, pero, lejos de las cámaras fotográficas, ha accedido a recordar el horror: “Además de los policías y guardias civiles que participaron en los piquetes, había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones. Muchos estaban borrachos. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los fusilados, aún respiraba. Se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó”.
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