EL CONFIDENCIAL.- 18 de noviembre 2014. Los vecinos de Tor Sapienza, una barriada de Roma abandonada a su suerte, protagonizan una batalla campal contra los inmigrantes alojados por el Ayuntamiento cerca de sus casas. Por las noches arden coches y contenedores; se reparten pedradas y estallan explosivos caseros. El Confidencial visita la degradada periferia romana para explicar los motivos de esta “guerra de pobres”.
“Primavera/Gardenie”. Las dos palabras del cartel luminoso del autobús 543, que te lleva desde la estación de tren de cercanías de Tor Sapienza hasta la calle Giorgio Morandi, en la periferia este de Roma, parecen una burla más a sus vecinos. Aquí hace tiempo que las flores ni las huelen. El 543 recorre un barrio deteriorado y a punto de estallar, acaparador de titulares en los diarios y en las televisiones italianas después de que la semana pasada un grupo de vecinos encapuchados atacara con piedras y petardos el centro de acogida para refugiados mayores y menores de edad ubicado en el número 153 de Giorgio Morandi. Resultaron heridas 14 personas, entre ellas varios policías.
En el autobús viajan dos tipos de personas: jubilados italianos e inmigrantes de diversas nacionalidades, razas y lenguas. En tres paradas llegas a Morandi, una avenida larga con edificios de siete u ocho plantas a ambos lados de la calle. En la acera derecha hay un perímetro vallado, una decena de agentes, un coche patrulla de la Policía y dos furgonetas de los Carabinieri. Protegen el acceso al centro de refugiados, cuyo nombre (“Una sonrisa”) también encierra cierta sorna. Frente a él, un grupo de operarios municipales se afana en podar los árboles que intentan en vano embellecer este barrio construido a principios de los 80 y formado en su mayoría por viviendas sociales propiedad del Ayuntamiento.
Al otro lado de la calle observa la escena con cara de pocos amigos Doménico, de 60 años. Con las manos en los bolsillos, barba sin afeitar y chaqueta de cuero gastada para protegerse de la lluvia que cae de forma intermitente, asegura que es la primera vez que podan esos árboles. “Llevo viviendo 20 años aquí y no habían venido nunca. Al menos (las protestas) habrá servido para que los arreglen. Aquí hace falta que la armes para que se acuerden de ti y hagan algo”, dice. La poda, para él, es en cualquier caso insuficiente. Lo que quiere es que se lleven para siempre a los inmigrantes de “Una sonrisa”, en su mayoría llegados a Roma después de cruzar el Mediterráneo en patera.
Los vecinos de Tor Sapienza, una barriada de Roma abandonada a su suerte, protagonizan una batalla campal contra los inmigrantes alojados por el Ayuntamiento cerca de sus casas. Por las noches arden coches y contenedores; se reparten pedradas y estallan explosivos caseros. El Confidencial visita la degradada periferia romana para explicar los motivos de esta “guerra de pobres”.
“Primavera/Gardenie”. Las dos palabras del cartel luminoso del autobús 543, que te lleva desde la estación de tren de cercanías de Tor Sapienza hasta la calle Giorgio Morandi, en la periferia este de Roma, parecen una burla más a sus vecinos. Aquí hace tiempo que las flores ni las huelen. El 543 recorre un barrio deteriorado y a punto de estallar, acaparador de titulares en los diarios y en las televisiones italianas después de que la semana pasada un grupo de vecinos encapuchados atacara con piedras y petardos el centro de acogida para refugiados mayores y menores de edad ubicado en el número 153 de Giorgio Morandi. Resultaron heridas 14 personas, entre ellas varios policías.
En el autobús viajan dos tipos de personas: jubilados italianos e inmigrantes de diversas nacionalidades, razas y lenguas. En tres paradas llegas a Morandi, una avenida larga con edificios de siete u ocho plantas a ambos lados de la calle. En la acera derecha hay un perímetro vallado, una decena de agentes, un coche patrulla de la Policía y dos furgonetas de los Carabinieri. Protegen el acceso al centro de refugiados, cuyo nombre (“Una sonrisa”) también encierra cierta sorna. Frente a él, un grupo de operarios municipales se afana en podar los árboles que intentan en vano embellecer este barrio construido a principios de los 80 y formado en su mayoría por viviendas sociales propiedad del Ayuntamiento.
Al otro lado de la calle observa la escena con cara de pocos amigos Doménico, de 60 años. Con las manos en los bolsillos, barba sin afeitar y chaqueta de cuero gastada para protegerse de la lluvia que cae de forma intermitente, asegura que es la primera vez que podan esos árboles. “Llevo viviendo 20 años aquí y no habían venido nunca. Al menos (las protestas) habrá servido para que los arreglen. Aquí hace falta que la armes para que se acuerden de ti y hagan algo”, dice. La poda, para él, es en cualquier caso insuficiente. Lo que quiere es que se lleven para siempre a los inmigrantes de “Una sonrisa”, en su mayoría llegados a Roma después de cruzar el Mediterráneo en patera.
“Si no hacen algo esto va a explotar. La próxima vez va a ser peor, vamos a hacer la guerra de verdad. Nos prepararemos mejor que la semana pasada. La próxima vez no se nos escapa un muerto”, advierte, sin quitar ojo al edificio donde tiene su sede el centro de acogida. De momento, los residentes de “Una sonrisa” han bloqueado algunas ventanas del edificio con armarios para tratar de repeler nuevos ataques. También han destruido buena parte de los muebles.
En el centro residían hasta la semana pasada 72 personas, originarias de Egipto, Libia y Siria, entre otros países. Tras la agresión algunos de ellos contaban a los medios locales que “habían escapado de una guerra y se habían encontrado con otra”. “Para esto era mejor morir en mi casa”, aseguraba uno de ellos. Los más conflictivos, los 32 menores de edad, en su mayoría de origen egipcio, fueron trasladados el fin de semana a otro centro, situado en otra zona periférica de Roma cuyos vecinos los acogieron con manifestaciones de protesta.
Vecinos en paro y sin perspectivas
Trabajador de la construcción en paro desde hace un año y con un hijo desempleado, Doménico se queja de que “no es justo” que él, sin apenas ingresos, tenga que pagar impuestos, otros gastos y un alquiler de 180 euros al ente que gestiona las viviendas sociales del Ayuntamiento. “¿Y los de enfrente qué? Tienen casa y comida gratis e incluso les dan dinero para sus gastos. No soy racista ni niego que a estas personas haya que acogerlas, pero el Estado no puede dejarlas tiradas así. Aquí los extranjeros hacen lo que les da la gana. Se pelean, roban, escupen cuando pasamos y nos dicen “italianos de mierda”. También les gusta ponerse en las ventanas desnudos, enseñando sus partes para que les veamos los que vivimos enfrente”, se queja.
Francesca, una de las responsables de “Una sonrisa”, da en cierta forma la razón a los vecinos. “La verdad es que estos chicos son casi imposibles de gestionar. Vienen aquí directamente después del desembarco. Con ellos debes partir de cero. ¡Si tuviésemos cinco años de tiempo!”, dice, soñando con cómo podrían mejorar con una mayor educación. Asegura sin embargo que “ninguno roba” y señala que los problemas vienen de “sumar malestar a otro malestar”.
Sólo faltaba la chispa. Llegó la semana pasada, cuando una vecina sufrió un supuesto intento de violación por parte de varios jóvenes mientras paseaba con su perro. “No sabemos si fueron estos. Es que estamos rodeados. Enfrente tenemos el centro de acogida. Al final de la calle está la antigua iglesia del barrio, ahora ocupada por varios centenares de rumanos. Al otro lado de la calle”, continúa enumerando Doménico, “hay dos campamentos de gitanos. Y en nuestro propio edificio hay un montón de casas ocupadas por extranjeros que hacen lo que les da la gana y no pagan nada”.
En el portal del bloque de viviendas cuatro mujeres hablan acaloradamente de lo que está pasando en su calle. Lleva la voz cantante Sandra Zammataro, representante de la asociación de vecinos. “La culpa es de los políticos. No pueden dejar a todos los refugiados en la periferia y olvidarse de ellos. Por las noches no hay quien duerma. La ventana de mi dormitorio da al centro de acogida y me toca aguantar todas las noches sus peleas”, cuenta esta mujer de 58 años, con un hijo en paro a su cargo y 800 euros de pensión de viudedad. “Hago la compra dos veces al mes. Cuando no me llega me toca tirar de congelados y de patatas. Tenía un buen trabajo hasta que llegó la crisis, pero me echaron en 2011. Con la pensión podría más o menos aguantar, pero en la época buena pedí un préstamo de 30.000 euros para ayudar a mi hija a comprarse una casa cuya cuota me deja con sólo 350 euros al mes”, se lamenta Sandra.
Su vecina, que no quiere dar su nombre al encontrarse de baja laboral, por lo que no debería estar de charla en la calle, cuenta que está en una situación igual de desesperada. “Ves que a los refugiados políticos les ayudan, les traen la comida y a nosotros nos olvidan. Estamos muy cansados. Te dan ganas de gritarles a las autoridades que también estamos nosotros. Mi hija tiene 20 años, terminó el bachiller y no encuentra trabajo. Los jóvenes del barrio están todos igual”, sostiene esta señora. Algunos de ellos, aseguran estas dos mujeres, estarían pensando en prenderle fuego al centro de acogida si en los próximos días no llega una respuesta firme por parte del alcalde, Ignazio Marino, quien fue abucheado cuando visitó Tor Sapienza el fin de semana.