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La policia sueca invade la casa de un ciudadano de Malaga y lo detiene por español

    

Ayudados por perros, los agentes de policía de Umeå registraron la vivienda en busca de drogas y lo trasladaron para interrogarlo a comisaría, donde estuvo retenido durante varias horas. Decenas de denuncias por irregularidades han sido cursadas en esta misma ciudad contra la policía por parte de otros inmigrantes y de ciudadanos suecos. Claro que una mano lava la otra y según el departamento de Asuntos Internos de la policía local, ni una sola ha sido admitida a trámite por Estocolmo hasta la fecha. Y ello, a pesar de que existen numerosos testimonios y evidencias del hostigamiento y las agresiones a la que han sido sometidos no pocos extranjeros sin recursos. En algunas ciudades, el acoso es sistemático.


Han transcurrido ya algunos meses desde que sucedió el traumático episodio del que fue víctima este malagueño de 38 años, pero ha preferido aguardar a regresar a España antes de hablar de ello, dada la ausencia de garantías que, a su juicio, brinda el sistema legal sueco a cierto tipo de inmigrantes. Gómez emigró a Umeå en 2013 para trabajar en una pizzería propiedad de un iraní vinculado a su familia. Se trata de un local pequeño situado en los aledaños de la estación de tren, bien conocido por los jóvenes, y de aspecto funcional e inmaculado. Ni toma drogas, ni menos todavía las comercializa.


De hecho, el malagueño es uno de esos honrados inmigrantes de manual que dejó atrás a su familia y se echó la vida a las espaldas para huir de la precariedad y el desempleo. Nada en el establecimiento donde trabajó durante algo más de un año sugiere que allí se desarrolle alguna actividad ilícita, a no ser que la condición de trabajador español sea un indicio consistente de alguna forma de delito.


“Entraron con perros mientras yo desayunaba en la cocina y me llevaron por la fuerza a comisaría a hacerme un test de narcóticos. Ni siquiera fumo tabaco así que les dije que no había problema”, explica el malagueño. “A la casa accedieron con una copia de las llaves y sin orden judicial. Imagino que se las debió facilitar el propietario. ¿Por qué nos eligieron a nosotros? No tengo la menor idea, aunque me lo puedo imaginar”.


Javier Gómez emigró a Umeå en 2013 para trabajar en una pizzería


Se da la circunstancia de que el local en el que el malagueño trabajaba empleaba en aquel momento de forma irregular a al menos a otro inmigrante extranjero, pero en el colmo de la negligencia, los policías suecos no se apercibieron de ello. El propio Javier Gómez terminó siendo víctima de un fraude y pasó buena parte de su estancia en Umeå, durmiendo en un cuchitril de la pizzería, sobre un sofá de poco más de un metro y medio, sin baño y en unas condiciones infrahumanas. Durante los últimos meses de su estancia en esta ciudad de provincias próxima al Círculo Polar, llegó a trabajar doce horas al día, siete días a la semana. A menudo, sin cobrar su salario. La policía, sin embargo, no reparó en ello. De hecho, ni siquiera dedicó un minuto a averiguar las condiciones en las que desarrollan su trabajo los empleados extranjeros.


“He terminado regresando a Málaga porque aquello no era para mí. Aquí la gente es de otra forma y a menudo, te quemas. Por pequeños detalles, por pequeñas cuestiones”, asegura Gómez. “Algunas semanas antes de volver, tuve un problema en la cola de un Burger King. Estaba esperando mi turno y me incliné por encima del hombro del tipo alto que tenía frente a mí para conseguir ver el menú. Inmediatamente, se volvió en plan violento y empezó a acusarme a gritos de intentar ver el número de su tarjeta de crédito. ¿Qué te parece?”


Denuncias desatendidas


¿Son excepcionales los hechos de los que Gómez fue víctima? Uno de los responsables del departamento de Asuntos Internos de la policía de Umeå asegura que son “numerosas” las denuncias que han cursado hasta la fecha a las instancias pertinentes de Estocolmo por actuaciones semejantes, pero jamás han progresado. Buena parte de los denunciantes son inmigrantes, sin antecedentes penales, del Magreb y el África subsahariana, pero también hay europeos, especialmente del Este. Al igual que en otras localidades suecas, la mayoría de los casos de acoso y agresión se concentran en los barrios donde vive de forma preferente la población extranjera.


Umeå es una clásica ciudad de provincias situada en el extremo septentrional de Suecia, en las proximidades de Laponia y el Círculo Polar Ártico. Suele tener a gala el supuesto progresismo de sus gentes y consiguió ser declarada el pasado año capital europea de la cultura. La tasa de delitos es esencialmente ridícula, comparada con cualquier otra localidad europea de población semejante (alrededor de 100.000 habitantes, si se contabiliza la periferia). El grueso de estas denuncias desestimadas por abusos policiales han partido de Alidhem o Erzbuda. Esta última urbanización de apariencia inmaculada se levanta a unos pocos kilómetros del casco urbano, junto a la prisión local. No merece ni de lejos la consideración de gueto, y menos aún de “peligroso”, pero durante muchos años era evitada por los nativos debido a que allí se concentra de manera preferente la población extranjera.


Las estadísticas indican que los suecos raciales no acostumbran a vivir en las barriadas de inmigrantes, pese a las políticas de integración puestas en marcha por sus ingenieros sociales y pese a que las estadísticas sugieren que son uno de los pueblos más tolerantes de Europa. De hecho, existe una clara contradicción entre los datos oficiales y la tozuda realidad que diariamente los desmiente. A juzgar por lo visto en los últimos años, el modelo de multiculturalidad escandinavo ha encallado contra la propia idiosincrasia de los suecos y la utopía escandinava se ha transformado en distopía para muchos. “Lo que pasa –cuenta el párroco de la mayor iglesia local de Umeå- es que ésta era una población muy racialmente homogénea. Cuando vino Louis Armstrong a tocar, la gente fue al concierto porque nunca había visto un negro. Después, llegaron los inmigrantes en avalancha, pero claro, los cambios, probablemente, se han producido de una forma demasiado rápida. Los prejuicios subsisten y yo diría que tenemos un problema estructural de xenofobia”.


El cura, como casi todos, prefiere mantener su nombre en el anonimato. Tampoco está dispuesto a poner en contacto al periodista con alguno de los suecos que, según asegura, vive de la caridad de su iglesia. “Puede que nuestro estado del bienestar no se haya hundido, pero comienza a presentar fisuras. Y la prueba es que cada vez son más los nativos que llaman a nuestras puertas en busca de ayuda. No hablo de gitanos rumanos, sino de gente de aquí de toda la vida”, asegura. “Aun así, tengo muy claro que esta sociedad está reaccionando desmesuradamente a las dificultades económicas. En España, sin ir más lejos, la situación es mucho peor, y ustedes no tienen un partido de inspiración fascista como tercera fuerza más importante del Parlamento”.


La herencia cristiana de la patria sueca


El partido al que el cura se refiere es Demócratas de Suecia. La factoría Volvo de la ciudad de Umeå abortó el pasado año una visita a sus instalaciones de su líder, Jimmie Åkesson, en plena campaña electoral, para no contaminar su imagen. El responsable de esa formación islamófoba y racista hizo una gira por las factorías de esa empresa automovilística tras intuir que el perfil de sus votantes encajaba como un guante en el de muchos de los empleados de la Volvo. No pocos trabajadores suecos ven en el extranjero una amenaza a la que hay que combatir a cualquier precio. “No somos nazis como dicen. Muchos de esos retrasados se nos unen, pero en contra de nuestros deseos. Lo que sí es cierto es que estamos intentando defender la herencia cristiana de este país de la amenaza musulmana. Quien quiera vivir aquí, deberá aceptar nuestros valores”, asegura Stanislav Boldan. Boldan estuvo a punto de encabezar la lista de Demócratas de Suecia en la ciudad de Umeå, aunque se echó atrás a última hora por razones no aclaradas. Curiosamente, es inmigrante y ruso.


El discurso islamófobo y antiinmigración está ganando adeptos por millares en Suecia, Finlandia y todo el entorno escandinavo, lo que compromete de algún modo la vida de los extranjeros y de los hijos de extranjeros, suecos de origen árabe, turco, latino o africano a los que se sigue segregando de forma casi sistemática. “Estamos ya acostumbrados a escuchar esas chorradas”, asegura Omar Başkale, un joven sueco de procedencia kurda nacido en la misma Umeå.


“Como también lo estamos a presenciar situaciones increíbles. Dese usted una vuelta por Alidhem o Erzbuda y encontrará a cien chavales dispuestos a contarle cómo fueron detenidos por la policía sin motivos y después abandonados en medio de la noche. A mí me propinaron una paliza y me dejaron a varios kilómetros de mi casa, descalzo, sin abrigo y sin móvil, a veinte grados bajo cero. Son peor que la Gestapo. Claro que no lo cuente ahí fuera porque le dirán que miente y que nuestra policía es la mejor. Todo depende de quién eres o del lugar donde te encuentras”.


En opinión de Aaron Israelson, editor de la revista Faktum de Gotemburgo, muchas de estas personas que habitan en las sombras de Suecia y el resto de Occidente “viven en un estado policial apadrinado por el dinero procedente de nuestros impuestos y por el silencio cómplice del resto de los ciudadanos. La gente no sólo está siendo víctima de la brutalidad y el acoso policial en nuestras calles, está también siendo deportada y enviada de vuelta a una muerte, una tortura o una persecución segura”.


Israelson llama igualmente la atención sobre uno de los hechos que podría explicar este incremento desmesurado del odio al extranjero en sociedades como la sueca, que hasta hace poco se ufanaban de ser las adalides mundiales de la tolerancia. “En los tiempos difíciles, los extranjeros siempre han sido los chivos expiátorios. Claro que resulta fascinante que países que han atravesado la crisis con menores problemas estén también atrayendo toneladas de xenofobia. Eso incluye, por ejemplo, a Noruega o a la propia Suecia. Probablemente, lo que está pasando es que no queremos arriesgar nuestro propio bienestar. Es una actitud tan insolidaria como tristemente comprensible desde una perspectiva humana”.


Definitivamente, todo apunta a que aquella Suecia de los Bergman y de la tolerancia ha muerto, aunque sobrevivan por inercia los clichés y las asociaciones de imagen positivas.


Hace poco más de un año ardieron coches en las periferias “extranjeras” de las grandes ciudades suecas mientras la Prensa mundial se preguntaba qué clase de profunda transformación había sacudido la estructura social de aquel país. Miles de inmigrantes salieron a la calle a manifestar su rabia destrozando el mobiliario urbano y haciendo arder vehículos. No había nada de sorprendente en ello, considerando que en algunos barrios de Estocolmo como Husby o Rilkeby, el desempleo juvenil afecta al 80 por ciento de la población activa. A todos los efectos, Suecia dista de ser un paraíso o una tierra de provisión para estos suecos de segunda, de origen kurdo, sirio o somalí.


Curiosamente, una vez más, la policía sueca fue el origen y el detonante de las algaradas que conmocionaron a Europa tras asesinar a tiros a un inmigrante portugués que perdió la razón y se parapetó en su casa del barrio de Husby blandiendo un cuchillo. “Son unos asesinos”, asegura su viuda mientras observa al periodista desde la mirilla de su vivienda. Allá donde se concentran los inmigrantes, se concentran también las denuncias desatendidas de abusos policiales y gubernamentales.


La sociedad sueca ha mostrado su preocupación también por la falta de escrúpulos de la que ha hecho gala su policía a la hora de entrometerse en la intimidad y la privacidad de la ciudadanía. Eso incluye, entre otras cosas, las intromisiones en la vida digital de las personas. En alguna ocasión, el SAPO (nombre de los servicios secretos de las fuerzas suecas de seguridad) ha sido denunciado por presionar a los administradores de varios servidores para que hicieran entrega de las contraseñas de usuarios sin una orden judicial. Ya no es sólo el estado de bienestar el que se halla en entredicho. También el de derecho está comprometido.


Gracias al sistema de geolocalización de Facebook y a otras herramientas informáticas, los reporteros acumularon pruebas consistentes de que sus cuentas habían sido hackeadas desde la comisaría local mientras desarrollaban su trabajo. Durante el tiempo que permanecieron en el norte del país, la policía siguió e identificó al equipo en veintitrés ocasiones, tal y como informaba este diario el pasado mes de octubre. Los mandos policiales a los que se pidieron explicaciones por la conducta de los agentes aclararon que habían confundido de forma reiterada la nacionalidad del reportero. “Pensamos que eran lituanos, y hemos tenido muchos problemas con ellos por aquí”, aseguró el inspector a cuyas órdenes estaban los agentes denunciados por acoso. Todas las quejas formuladas contra la policía fueron desestimadas aduciendo que se trata de “rutinas policiales”.

FERRAN BARBER. PÚBLICO.