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Por: Sultana Wahnón (Fuente: Revista Latera)
Hace ya unos meses el Premio Nobel de Literatura, José Saramago, creó un enorme revuelo al comparar la ocupación de Ramala con Auschwitz, y al ejército israelí con los nazis. Los medios de comunicación israelíes no dudaron en valorar estas polémicas declaraciones como antisemitas, aunque el escritor no sólo no rectificó, sino que se ratificó en lo dicho, y además de diversas maneras: “Dije la verdad y no tengo que retractarme”, “Dije Auschwitz y repito esa palabra”, fueron por ejemplo algunas de sus declaraciones en los días siguientes al escándalo. Pocas semanas después, y a modo de réplica a las críticas que estaba recibiendo, el novelista publicó el artículo “De las piedras de David a los tanques de Goliat”, que, pese a no contener ya alusión alguna al nazismo, no por ello fue menos escandaloso ni menos antisemita que sus anteriores afirmaciones. Al revés, mucho más que en las precipitadas declaraciones realizadas en caliente, en Ramala y al lado de Arafat, fue en este artículo donde Saramago dejó ver con toda claridad la convicción firme y arraigada que animaba todas sus polémicas declaraciones sobre Israel y que no sería otra que la de que este país y todos sus habitantes –reales y potenciales– encarnarían hoy el Mal que, en otro tiempo, representaron los nazis.
Tras un largo excurso en el que trataba de hacer pasar por la “verdad histórica” de la leyenda de David y Goliat lo que sólo era una personal y discutible interpretación de su simbolismo, el escritor dejaba las generales de la historia y pasaba a la cuestión concreta del actual conflicto palestino-israelí. En un primer momento, y como era previsible, el artículo enlazaba la supuesta “verdad histórica” del rey David (según la cual la honda con que derrotó a Goliat no era un símbolo de su valor y su astucia, sino de su modernidad tecnológica) con la verdad del Israel actual, que, convertido en un nuevo Goliat –decía el escritor, ya más tópicamente–, “sobrevuela en helicóptero las tierras palestinas ocupadas y dispara misiles contra inocentes desarmados”, “tripula los tanques más poderosos del mundo y aplasta y revienta todo lo que encuentra a su paso”. Hasta aquí –y a pesar de que alguien podría objetar que los palestinos no serían sólo “inocentes desarmados”–, ningún lector, ni siquiera el más sensible, habría hablado de un Saramago antisemita: su crítica a la política israelí sería quizás parcial y sectaria, si no hiperbólica, pero también denotadora de cierta realidad bélica sobre la que los propios israelíes polemizan a diario en términos no menos rotundos que los suyos.
En un segundo momento, el discurso de Saramago se dirigía ya contra la persona concreta de Ariel Sharon, a la que –con notable agresividad– calificaba de “figura gargantuesca de un criminal de guerra” y a la que acusaba de estar lanzando “el ‘poético’ mensaje de que primero es preciso acabar con los palestinos para después negociar con los que queden”. Fuera de la mayor o menor veracidad de la información sobre los propósitos de Sharon, tampoco estas afirmaciones podrían ser objeto de un serio reproche: denotaban una implacable aversión a la actual política israelí, pero todavía no autorizaban en modo alguno a hablar de judeofobia. Algo parecido ocurría en el tercer momento del artículo. Aquí lo que primero se había atribuido a la política de Sharon –el deseo de acabar con los palestinos– se extendía ya a toda la política israelí, desde el nacimiento del Estado hasta hoy. Las concretas palabras de Saramago fueron: “en esto –se refería a lo de “acabar con los palestinos”– es en lo que, con ligeras variaciones meramente tácticas, consiste desde 1948 la estrategia política israelí”. Llegados a este punto, no sería posible ya seguir dudando acerca del antisionismo militante del escritor portugués: atribuir el deseo de acabar con los palestinos al Israel que aceptó en 1948 el plan de partición de la ONU y guardar silencio, en cambio, sobre la que fue en ese momento la actitud de las naciones árabes, evidencia o bien que el autor, ocupado como está en dirimir cuestiones de exégesis bíblica, carece de información sobre el conflicto, o bien que su incondicional apoyo a la causa palestina lo incapacita para analizar con rigor y objetividad históricas lo ocurrido en Oriente Próximo desde 1948. Pero, incluso en este último caso, es decir, en el caso de que toda la simpatía de Saramago estuviera dirigida a la causa palestina, ni siquiera eso autorizaría todavía al lector (ni aun al más sensible) a hablar de antisemitismo: sí de desinformación o de antisionismo ciertamente peligrosos, cuyos efectos sobre los judíos podrían ser tan nefastos como los del propio antisemitismo, pero no todavía de antisemitismo.
Ahora bien, en el momento en que la acusación de querer acabar con los palestinos se extendía desde Sharon a “los judíos” –Saramago no decía ni siquiera israelíes, sino “judíos”–, el discurso se adentraba peligrosamente en los confines del antisemitismo. Desde luego, no habría sido menos antisemita porque el autor hubiera tenido la precaución de hablar de “los israelíes” o de “los sionistas”, pero el caso es que, puesto que no lo hizo, era a “los judíos” –a todos, pues, civiles y militares, laicos y religiosos, de la diáspora y de Israel– a quienes acusaba de estar “intoxicados mentalmente por la idea mesiánica de un Gran Israel que haga por fin realidad los sueños expansionistas del sionismo más radical”, de estar contaminados por “la monstruosa y arraigada ‘certeza’ de que... existe un pueblo elegido de Dios” y de estar motivados en sus acciones por “un racismo obsesivo, psicológica y patológicamente exclusivista”. Todo esto lo decía Saramago sin discriminar, es decir, sin distinguir entre ultranacionalistas y Sharon, entre Sharon y Barak, ni entre todos ellos y, por poner un caso, Woody Allen.
Era, pues, en este preciso momento del artículo donde ya no parecía posible albergar ninguna duda acerca de la presencia de un antisemitismo más o menos consciente en el discurso de Saramago, de quien, como toda disculpa, podría decirse quizás lo mismo que ya hace algunos años afirmó Finkielkraut sobre los antisionistas de izquierda, es decir, que “como no tienen la menor idea de lo que es el antisemitismo, reproducen su horror”. Ciertamente, la de Saramago no sería una judeofobia dirigida contra los judíos concretos de carne y hueso. Lo que el escritor combate con el ardor de un antiguo guerrero es sólo una entidad abstracta y absolutamente imaginaria llamada “los judíos”, a la que convierte en símbolo (mejor, en alegoría) de todas las cualidades que la moral política de izquierdas le ha enseñado a odiar: el racismo, el imperialismo, el reino del dinero, el fanatismo religioso... Ahora bien, como en esto es precisamente en lo que ha consistido desde siempre el antisemitismo –en odiar no a un judío concreto, sino a los judíos--, se entiende que sean los judíos concretos y no los meramente alegóricos (que no existen) los que se sienten directamente aludidos por ese arma de largo alcance en que consiste la retórica antisionista de Saramago.
Así pues, todos tendrían parte de razón. Los israelíes al percibir odio y, por tanto, antisemitismo en las palabras de Saramago; y éste, por su parte, al afirmar una y otra vez que se limita a decir la verdad. Convencido de encontrarse en el lado bueno de la barrera ideológica, si el escritor ha dejado hablar a su antisemitismo con tanta enérgica inocencia, ha sido desde luego por su convicción de estar defendiendo una causa pura y básicamente buena y original. Ahora bien, que su antisemitismo sea en este sentido “inocente” no significa que sea también inofensivo. Al fin y al cabo, lo que se deduce de su argumentación es lo mismo que habrían sostenido siempre las versiones más peligrosas del antisemitismo, esto es, que todos y cada uno de los judíos, vivan donde vivan y hagan lo que hagan, serían los soldados de un gigantesco ejército secreto, el ejército judío, al que, en esta versión actualizada de los Protocolos de los Sabios de Sión, se enrola bajo la doble bandera del expansionismo y el racismo, “contaminado” (¿conocerá Saramago el uso que se hizo de este término en la Alemania nazi?) por monstruosas y fanáticas ideas, apoyado por el “amigo norteamericano”, y, por tanto, digámoslo de una vez, poco dignos de compasión. ¿Pues qué clase de trágica piedad podría tenerse por unos seres que, tal como se los ha descrito, no parecen ni humanos? Ninguna, claro. Y a lo mejor eso es lo que explica que el escritor cerrase su reflexión sobre la actualidad de Oriente Próximo con una directa alusión a la humanidad de los terroristas, en ese severo reproche dirigido a Israel por no ser capaz de “entender las razones que pueden llevar a un ser humano a transformarse en una bomba”.
Desde mi punto de vista, lo más escandaloso del artículo sería precisamente la inmoralidad de este final, en el que, amén de su ya probada insensibilidad hacia las víctimas judías del conflicto, el escritor revelaba otra cosa aún peor: su profunda indiferencia por el destino político y moral del pueblo palestino. Quiero decir que ni siquiera Edward Said –de cuya parte de responsabilidad en la deriva del proceso de paz habría mucho que hablar– se ha atrevido a llegar tan lejos en su también incondicional apoyo a los palestinos. A raíz sobre todo de los atentados de Nueva York, este ensayista ha expresado de forma muy explícita su repulsa hacia las misiones suicidas, por considerarlas “inmorales y equivocadas”, y ha reivindicado una política árabe secular que excluya por completo la “locura” supuestamente religiosa de unas personas dispuestas a matar indiscriminadamente. En este sentido –ha escrito– “no puede haber la menor ambigüedad”. Claro que, en el caso de Saramago, habría sido preferible que hubiera al menos un poco de ambigüedad. Como lo habría sido también que, en cuanto intelectual de izquierdas y conciencia moral de nuestro tiempo, se hubiera mostrado tan distante del terrorismo palestino como ha demostrado estarlo de la agresiva política del actual primer ministro israelí.
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