28 septiembre, 2017. TONI COROMINA. LA VANGUARDIA.- En muchas poblaciones el racismo y el asedio a los inmigrantes va asociado a su falta de integración, a los empadronamientos ilegales o a la utilización torticera por parte de los xenófobos de supuestas ayudas desmesuradas a los inmigrantes. En el caso de Vic, mi ciudad, cerca del 17% de los vicenses que durante los últimos años recibieron ayudas sociales eran inmigrantes. De los cerca de siete mil ciudadanos que en un año acudieron a los servicios sociales del Ayuntamiento, 1.200 eran extranjeros. Habida cuenta de que el porcentaje de población inmigrante de Vic roza el 25%, es evidente que, proporcionalmente, recibieron más ayuda los autóctonos que los inmigrantes. Lo cual desmiente el bulo (o el mito) de una discriminación de los pobres nacidos en el país. Pero, lamentablemente, estos datos no son noticia ni figuran en los programas de los adalides del hostigamiento a la inmigración. La mentira y el voto del miedo cotizan al alza.
Muchas de las leyendas urbanas acaban deformando la realidad. Coincidiendo con la llegada de refugiados –hay centenares de miles en listas de espera- y los atentados terroristas en diferentes ciudades del viejo continente una ola de xenofobia y racismo recorre Europa y contagia el veneno de la discriminación a muchos partidos llamados democráticos. Es igual si las víctimas del acoso son rumanos, sirios, subsaharianos o magrebíes. Lo importante es que el miedo al extraño vende, ya sea en París, Londres, Nápoles, Amsterdam, Berlín, Badalona, Madrid o Barcelona.
Los voceros triunfan porque hay gente que piensa lo mismo que lo que los líderes excluyentes proclaman en voz alta. Es evidente que entre los inmigrantes hay pícaros, chorizos y delincuentes, seguramente en la misma proporción que entre el colectivo con DNI español. Pero si los pícaros o delincuentes son extranjeros, el pecado es infinitamente más grave y se incrimina a todo el colectivo al que pertenece.
Por internet circula un chiste fantástico de tintes pedagógicos referido a la ausencia de racismo en las escuelas: un señor le pregunta a un alumno de primaria: “Oye, en tu escuela ¿hay extranjeros?”. La respuesta del pequeño no tiene desperdicio: “No, en mi escuela sólo hay niños”. Es triste reconocerlo, pero al margen de los buenos deseos de una convivencia fraternal, el germen del racismo, a veces penetra en nuestras escuelas de primaria. No es, me parece, un racismo consciente ni razonado. Tampoco es mayoritario. Pero existe y es inducido por algunos padres y familiares que cada día se llenan la boca de proclamas xenófobas, un mensaje que se incrusta en el disco duro de los niños y las niñas.
Conozco el caso de algunos niños de 5 a 12 años que han sufrido algún tipo de acoso escolar –en pequeñas dosis- por causa de su origen o el color de la piel. Se trata de hijos de inmigrantes, sobre todo subsaharianos, magrebíes, sudamericanos, pakistaníes o indios. Sin llegar a ser un fenómeno generalizado, algunas de estas criaturas llegan a sufrir ligeros problemas psicológicos derivados de la falta de autoestima, cada vez que se los considera inferiores, diferentes, hijos de ladrones y delincuentes (sic) venidos de fuera, invasores, piojosos, feos o con un idioma digno de tribus salvajes. En algunos casos, incluso, el sentimiento de culpa penetra en el alma del niño, que acaba sintiendo vergüenza de ser hijo de sus padres.
Años atrás, los churumbeles del barrio jugábamos a ‘indios y mexicanos’, a ‘policías y ladrones’ o a ‘buenos y malos’. Y nos reíamos al contemplar la caída de un distinguido señor al pisar en la calle la piel de una banana. Hoy cada vez más proliferan sectores sociales –y alguna formación política- empeñados en jugar alegremente a la caza del inmigrante, al que a menudo equipara con un delincuente. Y no dudan en exagerar, mentir, lanzar insidias y aprovecharse del descontento popular, en plena crisis, para culpar de todos los males a los foráneos pobres. Si son extranjeros millonarios, no pasa nada.
En mi niñez, muchos de nosotros fuimos educados, por desidia o con conocimiento de causa, en la idea de que los judíos eran muy malos. Más de una vez habíamos oído decir: “¡Niño, si un señor te da un caramelo en la calle, no lo cojas, seguro de que es un judío que te quiere envenenar!”. No muy lejos de esta tendencia racista pervivía la costumbre de “matar judíos” por Semana Santa, un rito vergonzoso que culminaba cuando, acabada la ceremonia religiosa, empezaba un sonoro estruendo de carracas agitadas por los más pequeños y por el ruido resultante de golpear contra los bancos y las puertas del templo. Todo este guirigay se hacía porque, según decían, “los judíos habían matado Nuestro Señor”.
En la década de los sesenta, la práctica de “matar judíos” dio paso al acoso de los “charnegos” –mayoritariamente andaluces- venidos a Catalunya. Determinados padres autóctonos decían a sus hijos que los recién llegados eran sucios, vocingleros y rapaces. Y los niños “charnegos” pagaban su pecado original recibiendo insultos y, a veces, pedradas en guerras abiertas con los niños del país. Todo ello derivó en la marginación y concentración escolar de los niños andaluces en los centros educativos públicos de las ciudades. Y es que, además de ser considerados invasores, estos seres diminutos tenían colgado el sambenito de formar parte de la raza de los franquistas.
Parece claro que los mecanismos del racismo, igual que los del bullying, se transmiten de generación en generación, tal como ocurre con la violencia paterna, los maltratos o los abusos sexuales. El acoso infantil y adolescente se convierte en una amarga lección que entierra la inocencia y abre las puertas a la crueldad adulta. Entonces aparece el acoso laboral y el inmobiliario, el sexual, el político (contra sectores de la población o culturas diferenciadas), y la plaga del racismo. Dicen que los problemas se solucionan con la prevención. Pero para prevenir y curar primero hay que denunciar. Sin ambages.
Hará falta mucha calma y mucha pedagogía para ahuyentar de nuestras vidas el monstruo del racismo. Los padres tienen mucho que decir; pero también los educadores, que son espectadores privilegiados del ocasional del bullying o del acoso a los hijos de los inmigrantes. Sin olvidar a los poderes públicos y a los medios de comunicación, sobre todo la televisión. La responsabilidad es compartida.