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El auge de estas retóricas oculta intereses de grupos que quieren dirigir la sociedad. La globalización genera como consecuencia de su expansión nuevos retos, de los cuales los más peligrosos son el retorno malsano de la identidad excluyente y la destrucción imparable del medio ambiente. La globalización es la época de las identidades porque desestabiliza las pertenencias establecidas, sustituye los estatutos sociales conquistados a lo largo de las luchas del pasado por nuevas condiciones, en general precarias e inseguras, socava los fundamentos de la soberanía estatal (el mercado no tiene patria), borra tendencialmente las fronteras, pone en relación a poblaciones que se desconocen, favorece el enriquecimiento mutuo y provoca el repliegue de los colectivos humanos cuyas identidades son inseguras (naciones-nacionalistas o grupos sociales marginados en la propia sociedad).Es una revolución y, a la vez, una regresión. Está claro que hoy en día el retorno de los nacionalismos diferencialistas, cuya orientación estratégica busca la separación, expresa un malestar profundo y pone en jaque las viejas representaciones de pertenencias colectivas. En España, en Francia, en Gran Bretaña tanto como en Bélgica y potencialmente en Italia, las reivindicaciones identitarias están minando los consensos ciudadanos elaborados en el transcurso de la historia. Esto, por supuesto, no significa que estas reivindicaciones sean ilegítimas, sino que son manipuladas para buscar la separación en vez de la formación de nuevos consensos en un mundo estructuralmente interdependiente.Una dinámica peligrosa está en marcha: Europa puede estallar. Pero no hay que equivocarse: el auge de las retóricas identitaristas oculta también intereses sociales de grupos que quieren apoderarse de la dirección de la sociedad. Francia inauguró este ciclo a comienzos de los años ochenta. Aprovechando el fracaso de la izquierda en 1983, Jean-Marie Le Pen construyó el Frente Nacional en torno, esencialmente, a temáticas identitarias. Frente al paro, su discurso era muy sencillo y eficaz: los inmigrantes no son franceses de “origen”, tienen que marcharse a sus países. El problema del empleo no es social ni económico, es un asunto de identidad nacional. Su lema era: “Primero los franceses”. A partir de aquella época, esa retórica se desarrolló sin parar, haciendo desaparecer la dimensión social de los conflictos, transformando todas las cuestiones de cohesión colectiva en conflictos de pertenencias identitarias. El Frente Nacional sigue siendo el principal partido xenófobo en Europa; y su ejemplo se expande, incluso en Alemania. Albert Hirschman, politólogo norteamericano, decía con mucha sutileza que cuando las contradicciones sociales se transforman en problemas de identidades, se vuelven, en realidad, “innegociables” políticamente, es decir, sin solución probable a corto o medio plazo.Lo que sí es seguro es que el principal fracaso del pensamiento ilustrado estriba precisamente en su incapacidad para afrontar esta enorme regresión “identitarista” porque no sabe articular la necesidad de la diversidad, inherente al proceso de globalización, con la pertenencia democrática común. Y la desgracia es que esta debilidad no es nueva en la historia de este pensamiento: en los años treinta sufrió la misma suerte. Y sabemos cuáles fueron los resultados.
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