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El 2005 es año de conmemoraciones. Seis décadas del final de la II Guerra Mundial y de la liberación de los campos de concentración nazis, en unas fechas escalonadas que toman como punto de partida la liberación de Auschwitz, el día 27 de enero de 1945, y que finalizan el 5 de mayo, cuando las primeras tropas americanas atravesaron el portón de la fortaleza de Mauthausen, en la Austria anexionada al Reich.
Quedaban en este campo y sus comandos 2.184 españoles, supervivientes de las expediciones que comenzaron en agosto de 1940 y alcanzaron su momento culminante en el invierno siguiente. Eran alrededor de 7.000 hombres y jóvenes con una trayectoria singular, combatientes contra el golpe fascista en su país y refugiados atrapados por las tropas alemanas durante la invasión de Francia; más adelante y hasta completar la cifra de unos 10.000, a todos los campos del Reich fueron llegando mujeres y hombres capturados por sus acciones en la Resistencia contra la dominación nazi de Europa, al tiempo que otros realizaban trabajos forzados en la construcción del Muro del Atlántico, integrados en la Organización Todt. Su historia es excepcional, rojos españoles calificados en Francia como refugiados indeseables desde 1939; pocos meses después, apátridas sin protección y enemigos del Reich por su lucha contra Franco que, a su vez y hasta su muerte, siguió tildándolos de rojos irreductibles. Marcados con el triángulo azul de los apátridas en Mauthausen y con el rojo en los otros campos, fue uno de los colectivos nacionales que más tiempo sufrió internamiento; por todo ello conforman un grupo de unas características especiales dentro del universo concentracionario.
Después de la derrota militar del nazismo, cuando el exterminio nazi era público en todo el mundo, el Gobierno español no pronunció una sola palabra por los miles de españoles asesinados y víctimas de la barbarie, con el agravante de alegar ignorancia sobre lo ocurrido en su país aliado. Mientras ceremonias de homenaje y palabras de aliento acogían a los ex deportados en sus lugares de origen, en la patria de los republicanos éstas se reservaban a los vencedores de la Guerra Civil, a la par que se frustraban las esperanzas de miles de refugiados de un retorno a una España sin Franco. El tiempo avanzaba a favor del dictador, con su ofrecimiento de bastión anticomunista a cambio de la continuidad de un régimen que mantuvo su obsesión persecutoria hacia los vencidos. Los que sobrevivieron a los campos tuvieron que acomodarse a un largo exilio, interior o exterior; pocos fueron los que regresaron en la década de los cuarenta, a sabiendas del obligado silencio, las humillaciones y las múltiples amenazas que se cernían sobre ellos, en contraste al manto protector que en los otros países cubría parte de sus necesidades materiales y morales. Sin embargo, eran luchadores y tentaron con insistencia emprender una vía asociativa desde 1962 para equiparar su situación legal, asistencial, médica... con la de los ex deportados, viudas y familiares de otros países. Todo en vano, a pesar del apoyo de asociaciones homólo-gas del extranjero; el Ministerio de Gobernación humillaba, con su negativa o su silencio administrativo, una y otra vez, a los supervivientes, que acabaron por constatar, incluso, la inhumanidad de una dictadura con su desprecio hacia los vínculos de solidaridad forjados en los campos y que habían sido claves para su supervivencia. Pero los operativos clandestinos se fueron imponiendo a las trabas gubernamentales, gracias a la afluencia de ex deportados que paulatinamente regresaban de Francia, con proyecciones y charlas, encuentros de hermandad en los aniversarios de la liberación y con las primeras incursiones de los medios de comunicación en el tema, que acabaron resquebrajando el muro de silencio. Al impacto emocional sobre la población de la palabra de testimonios constreñidos, hasta entonces, a esconder su condición de ex deportados, se sumó la revisión de la concepción de reducir la tragedia de los campos nazis al pueblo judío.
Finalmente, en 1978 llegó la legalización después de la visita oficial del rey de España a Austria, que mandó depositar flores en el monumento erigido en 1962 en memoria de los republicanos muertos en Mauthausen. Por otra parte, la democratización de los Ayuntamientos aunaba la erección de monumentos a sus conciudadanos muertos, se organizaban multitudinarios homenajes en diversos lugares del Estado, representantes internacionales eran recibidos en foros públicos, se presentaban mociones parlamentarias..., pero seguían quedando sin respuesta propuestas de proyectos de ley para dar satisfacción moral y material a los españoles deportados y a sus viudas. Y en los años ochenta, los ex deportados tuvieron que afrontar agresivas campañas de los grupos ultraderechistas y negacionistas y actos vandálicos contra espacios de recuerdo y tomar posiciones contundentes en procesos contra responsables nazis en el extranjero o refugiados en España. Y un nuevo contexto internacional obligaba a incrementar la lucha contra el racismo, la xenofobia y el antisemitismo, tendiendo puentes con su pasado para recordar a los jóvenes la significación de su lucha antifascista e integrar su memoria en los parámetros del presente.
Hoy, cuando el ciclo vital de los deportados republicanos se está completando, compete legitimar su memoria y trascenderla, sin idealismos ni sentimentalismos, con la convicción que la memoria de la deportación es un legado del conjunto de la humanidad. Actos conmemorativos, actitudes solidarias hacia las víctimas, pero ante todo convencimiento de que su trayectoria ha de ser abordada políticamente, en la medida que su pasado forma parte de la historia de Europa y de España. No cabe más dura contradicción que la de reconocerles protagonistas de una lucha en el pasado e instalarlos en el mero terreno de la conmemoración. En Mauthausen y en los otros campos, el olvido al que los nazis les habían condenado era uno de sus mayores tormentos; allí penaron en sus años jóvenes y quizás solamente encontraron en el futuro soñado las razones que aquel presente les negaba. En este 60º aniversario, el homenaje a los millones de mujeres, niños y hombres asesinados y víctimas del régimen de terror del nacionalsocialismo ha de ocupar el primer plano, evitando, sin embargo, cualquier atisbo de sacralización que desvincule su tragedia de los acontecimientos que forman parte de nuestra historia, la de la Europa del siglo XX, una historia de muerte, pero también de resistencia al olvido.
El daño infligido fue atroz. La larga duración de la dictadura negó a las víctimas su propia dignidad, con la afrenta de ignorar incluso el hecho de su existencia y, por otra parte, las concesiones que impregnaron la transición hacia la democracia determinaron que la asunción de las responsabilidades por los acontecimientos del pasado no formase parte de nuestra historia. La clarificación de la culpabilidad es condición indispensable para reparar el daño; lo exige el respeto hacia las víctimas y su restitución moral, a fin de evitar la degradación de la cultura política. Si admitimos que los individuos han de rendir cuentas de sus actuaciones públicas, las instituciones y los Gobiernos también deben hacerlo con sus acciones, sobre todo cuando durante largos años se ha enmascarado la verdad y se han llevado a cabo estrategias exculpatorias. Explicar la verdadera naturaleza política del régimen franquista, dar a conocer su núcleo doctrinal y el alcance de sus mecanismos represivos todavía es una tarea pendiente, igual que también lo es el repudio público de los que fueron responsables. Y la responsabilidad de la deportación de mujeres, niños y hombres, nacidos y formados en todos los rincones de la geografía española, a los campos nazis descansa sobre tres pilares: la Gestapo, el régimen de Vichy y los Gobiernos de España durante los años de la II Guerra Mundial. Su internamiento en Mauthausen, Ravensbrück, Flossenburg, Dachau, Buchenwald... no fue fruto del azar, sino provocado por la ecuación enemigos de Franco-enemigos de Hitler, atributos que por sí mismos merecen el reconocimiento histórico de haber sido los primeros combatientes contra el fascismo en Europa.
Rosa Toran(historiadora, miembro de la asociación Amical de Mauthausen).
EL PAÍS 26.01.2005
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